Montaigne dejó escrito: "El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender".
Aprender ya no es conocer, descubrir, acercarse a las cosas con una linterna llena de luciérnagas para verlas por dentro; desentrañar sus ecuaciones, sus números atómicos y su esqueleto; interpretar la vida, buscar los planos de la fantasía, desplumar las ideas, darles vida propia, avivar el fuego del que habla Montaigne.
Hoy aprender es otra cosa: es acumular chatarra en los bolsillos, dar cuerda a la palabra aburrimiento, poner un cascabel a una gran caña de pescar y esperar por si pica algo que nos interese.
Creo que la mayor parte de los alumnos, profesores y padres hemos caído en la trampa de una sociedad antropófaga; que la productividad, el estrés y la falta de tiempo, entre otros muchos males, han acabado por matar el gusanillo de la curiosidad y el gusto por los libros.
Pero no todo, por suerte, es de este modo, y aún hay niños y jóvenes, en peligro de extinción, que vuelven sorprendidos a sus casas después de alguna clase que les hace soñar con un posible cambio de estrategia.
Un libro de poemas es una buena estrategia para inmiscuirse en el mundo; para recuperar el tiempo y engrasar los sueños y las utopías; para trepar a un universo de andar por casa y encender la luz en un poema o para descubrir, al otro lado del ojo de la cerradura, el tráfico diario de las palabras.
Creo que la literatura y la vida son una misma cosa y que la realidad y la fantasía no tienen en sus tapas fechas de caducidad, aunque convenga consumirlas preferentemente.
(Prólogo del libro de poemas Consumir preferentemente, publicado en la colección "Otros espacios" de Anaya).