OPINIóN
Actualizado 23/05/2015
Ángel González Quesada

Es cada año por estas fechas que van desgranándose los nombres de los premiados con los ahora denominados premios Princesa de Asturias, hasta ayer Príncipe de Asturias, con notable alborozo en prensa, couché y telediarios, aunque nunca tanto como el empachoso servilismo que suelen chorrear por ese acto que cada otoño reúne en un teatro de Oviedo a los premiados para ser aplaudidos.

Pasa el tiempo y, aturdidos por demasiados espejos deformantes, enfangados en la celebración de rituales electorales, partidistas o sectarios inventados para la modorra, y como hipnotizados por discusiones circulares sobre una y otra vez las mismas naderías e idénticos personajillos, en este país no somos capaces siquiera de acercarnos a cuestionar mínimamente el sentido y el significado de una institución tan anacrónica como la monarquía. Una institución que viene convirtiéndonos en súbditos de por vida a causa del capricho de un dictador y que, como en el caso de los premios citados, utiliza los recursos públicos para hacer propaganda de la institución por el sencillo procedimiento de otorgar premios a personas o personajes de indiscutible mérito y así poder hacerse fotos junto a ellos.

La razón de que los dos grandes partidos políticos que desde la muerte del dictador gestionan la particular democracia de este país, hayan sustentado acrítica y dócilmente la monarquía sin asomo de cuestionamiento en cuatro décadas, es algo que escapa al más elemental entendimiento. Y el servilismo informativo general, también. Y aunque en los primeros años pre y post constitucionales, los 'ruidos de sables' advertían del peligro de cuestionar ciertas cosas heredadas del franquismo (el ejército, la iglesia, la monarquía..) y eso pudo servir de argumento para cierta dolorosa resignación y alguna aceptación incomprensible, hoy, en la segunda década del siglo XXI, se muestra ya como innoble para cualquier político que se tenga por demócrata, no considerar siquiera abrir un debate sobre la forma de estado, es decir, sobre la identidad del país, dando a los ciudadanos la palabra sobre su propio papel en la democracia. Lo contrario significa la molicie y el acomodo servil, la medianía política, el mantenimiento de una semidemocracia que sigue manteniendo política, informativa y hasta culturalmente, un silencio cada día más estruendoso y empobrecedor sobre una institución, la monarquía, cuya existencia ya es hora de que vaya fundamentándose en la voluntad del pueblo.

 

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