OPINIóN
Actualizado 20/05/2015

Durante el último trimestre del pasado año, el gobierno que nos rige anunciaba, nos anunciaba, su intención de estudiar la adaptación de nuestros horarios a la generalidad de Europa, para lo que se tenía la intención de igualar nuestra hora oficial a la que se muestra en los relojes británicos, portugueses o canarios. Es decir, que, por lo que yo entendí (que seguramente es erróneo), todos los españoles peninsulares deberíamos retrasar de forma permanente una hora en nuestra vida y con ello, comenzaríamos a madrugar más, a comer antes, a trabajar más, a no tomar unas cañitas pasadas las seis de la tarde, a cenar con las gallinas y a irnos a la cama antes de que cantase la Familia Telerín (¿recuerdan a Cleo, Teté, Maripí??). ¡Ah!, y sobre todo? a no dormir la siesta. ¡Todo ello por el simple gesto de retrasar una hora nuestro reloj oficial!

Hace poco menos de un mes, siguiendo una serie periódica que pronto pasará a ser rutina, el diario "The New York Times" encabezaba una de sus noticias de la siguiente manera: "Spain, Land of 10 P.M. Dinners, Asks if It's Time to Reset Clock" (España, el país de las cenas a las 10 p.m., preguntaos si no es hora de cambiar los horarios). En su text o, el periodista Jim Yardley, hace un repaso de algunos de los estereotipos a los que ya estamos más que habituados los españoles: nuestros horarios, nuestras fiestas, nuestra siesta,? Solo le faltó un torero en las fotografías. Eso sí, un torero con jarapa mejicana para no descolocar a sus paisanos, quienes mayoritariamente nos colocan al sur del Río Bravo. De entre todos y para justificar la necesidad de un cambio de horario, el periodista escoge el cliché de la siesta para mostrar al mundo la que parece ser nuestra afición favorita (cito textualmente al diario "El País"). Así, el periodista norteamericano, aun reconociendo que se trata de un tópico injusto, lo utiliza en su beneficio a la hora de mostrar la necesidad de que los españoles adaptemos nuestros horarios a los gustos internacionales.

No dice aquel periodista nada de la libertad de horarios mostrada por sus compatriotas cuando visitan nuestras costas y ciudades. No habla de esos vuelos baratos "todo incluído" en los que se nos vienen encima los jóvenes europeos, que son junto a los nuestros el futuro de Europa, a macrofiestas y superbotellones cuyo fin último es el consumo de alcohol hasta el máximo posible en un tiempo récord. No veo fotografías de sajones embriagados como odres saltando entre los balcones de la plaza Mayor a altas horas de la madrugada mientras los "ociosos" españoles intentan descansar. No se menciona en ningún párrafo del artículo cómo se adaptan casi inmediatamente sus compatriotas a nuestros horarios cuando nos visitan, ni la infrecuencia de ver españoles desplomados por efecto del alcohol sobre la barra de uno cualquiera de los más de 60.000 pubs británicos, siquiera por emular a los habitantes locales.

Recuerdo que hace años, allá por los finales de los años 80 del pasado siglo, pasé una temporada en un centro de investigación del ministerio de agricultura francés. Allí era costumbre (recordemos que aquello es Europa) hacer una jornada de trabajo continuada, por lo que había comedor para los que allí trabajábamos, quienes formábamos una mezcla variopinta de razas, credos y nacionalidades de los cinco continentes.

Recuerdo que, cuando el tiempo era agradable como para permitirlo, al terminar el almuerzo, casi todo el mundo salía a los jardines que rodeaban los e dificios, se tumbaba en el césped y dormía una reparadora siesta. Yo, que nunca he sido de cabezada tras la comida, me sentaba por allí y los observaba intentando no molestar.

Recuerdo que cuando volvían al trabajo, no había día en que mis compañeros de laboratorio no me djieran aquello de que la siesta era un magnífico "invento" español. Recuerdo, y seguro que olvido a alguno, varios franceses, una ugandesa, dos marroquíes, un polaco, una yugoslava, una vietnamita, un cubano, una italiana y dos españoles, contándome entre ellos, y todos, excepto los españoles, eran fieles devotos de ese momento relajante tras la comida de mediodía, bautizado con el nombre de "siesta". Eso sí, una vez olvidado ese momento de placer, en cualquier discusión "internacional" de las que se podían organizar en nuestras sobremesas, siempre acababa saliendo aquello de que los españoles trabajabamos poco porque, claro, como estábamos todo el día de fiesta en la calle o durmiendo la siesta?

No creo que un cambio en la oficialidad de la hora española suponga la inmediata adaptación a un régimen de vida que jamás cuajó entre nosotros. Si quieren que comamos a las doce y nos acostemos a las nueve tendrán que hacerlo por decreto. Y, aun así, ya veremos cómo alguno descubrirá la grieta legal que nos permita escaquearnos. ¡Al tiempo!

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