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OPINIóN
Actualizado 19/05/2015
Montserrat González

Annie Leibovitz, último Premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades, aludía  en su discurso durante la ceremonia de entrega del galardón al poder que tiene la fotografía para retener momentos fugaces de nuestras vidas que nos posibilitan que recordemos aquello que nos fascina cuando lo vemos y que luego desaparece rápidamente de nuestra visión.  Leibovitz decía que: "La fotografía representa la vida misma. Es comunicación y permite el intercambio de experiencias. Nos permite mostrar a otros lo que vemos, las cosas que nos fascinan, las personas y los lugares que amamos y apreciamos. Nos transportan a mundos que nunca podríamos visitar?"

Rememoro estas palabras mientras contemplo algunas de las fotografías que integran la muestra "El Louvre y sus visitantes", que reúne más de un centenar de trabajos del fotógrafo brasileño Alécio de Andrade (Río de Janeiro, 1938- Paris, 2003) y que actualmente se puede visitar en el Centro de Arte La Regenta de Las Palmas de Gran Canaria. Algunas de estas fotografías ya estuvieron presentes en una estupenda muestra dedicada al artista en el año 2011 en Casa de América de Madrid.

Fotógrafo y poeta, pianista y amigo de escritores y músicos de todo el mundo, Alécio de Andrade abandonó sus estudios universitarios de derecho para dedicarse a la música y la poesía. En 1964 se mudó a Paris, donde vivió hasta su muerte. Realizó fotografías por encargo de medios como Newsweek y Elle, fue un gran retratista al más puro estilo del gran Henri Cartier-Bresson, usando solamente el blanco y el negro y sin ningún tipo de retoque o uso del flash.

Desde su llegada a París y durante casi treinta y nueve años recorrió las salas del Museo del Louvre tomando más de 12.000 fotografías.  Un gran conocedor del Arte, de los artistas y de las galerías del Museo sus instantáneas nos muestran aquello que más ama, aquello que le fascina a través de la mirada de los otros: la relación del público con las obras de Arte.  No se trata de fotos posadas, sino de fotos tomadas por sorpresa en las que se muestra la actitud de los visitantes: parejas, niños, mayores, etc.,  ofreciéndonos un amplio catálogo de tipos sociales y de reacciones ante las grandes obras de Arte que atesora el Louvre, desde el estudioso que escruta los cuadros a un centímetro de distancia hasta la alegre indiferencia de los niños. 

Las imágenes rememoran el interés del gran público por las artes como parte del desarrollo personal, como parte del cultivo del alma a través del conocimiento, deseos todos que se despertaron en el siglo XIX.  La muestra es reflejo del potencial gráfico que encierran sus fotografías. Cada imagen parece una escena de una obra de teatro que contemplamos por encina del artista mientras "espiamos" las reacciones de miles de personas que cada año pasean por las salas del famoso museo.  A través de una mirada de asombro, de interés, de cansancio, de absoluta indiferencia o de una ensimismada contemplación las fotografías elegidas imaginan una visita al Louvre a modo de guión cinematográfico. 

Como espectadora, me fascina el contraste entre la quietud de las obras de arte, fijas en las paredes, siempre las mismas y la vida que desprenden quienes se sitúan ante ellas, a su vez inmortalizados por la cámara de Andrade. La imagen final, siempre con objetividad no exenta de un cierto toque de ternura, supone un reflejo exacto de lo que acontece entre las paredes del Museo. Un fantástico  juego de espejos, de imágenes repetidas ante nuestros ojos y que a su vez son un retrato de la vida cotidiana, del paso del tiempo a través de la moda y los comportamientos propios de la época. Pequeñas historias contadas para el curioso espectador.

 En la era de la imagen digital, de los teléfonos con cámara, de las grabaciones de video rápidas e improvisadas para colgar en la red, estas imágenes fijas nos sorprenden por su veracidad, por ese deseo del artista de compartir sus experiencias en el museo, su contacto con la obra del arte a través de otros miradas, al margen de las diferencias temporales, culturales o de educación.  Imágenes que nos hablan del poder de la fotografía para detener esos instantes fugaces que ocurren simplemente a nuestro alrededor.

Y nosotros, espectadores del siglo XXI, ¿en qué nos fijamos cuando observamos una obra de arte en cualquier museo o galería? ¿Cómo son nuestras reacciones según la mirada del otro? ¿Qué hacemos cuando no nos sabemos observados? Habrá que preguntarles, sin ir más lejos,  a los estupendos fotógrafos salmantinos, como Pablo de la Peña, artista que también ha explorado esta temática capturando la fugacidad de lo que acontece en los espacios de  Matadero Madrid, centro de creación contemporáneo del Ayuntamiento de Madrid.  Y  es que, como diría Leibovitz, la fotografía tiene un poder increíble para contar historias. 

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