OPINIóN
Actualizado 18/05/2015
Alejandro López Andrada

Buscó silencioso la tumba de la luz trazando la elipse de un pétalo mojado que no encuentra su órbita. Recorrió lo oscuro detrás de la espita que abre la inocencia; pero en su locura dulce no había cofres para ocultar tantísimo abandono, tanta melancolía. Era un derviche que danzaba perdido en medio de una nube. Altos lirios de olvido brotaban de su espíritu cada vez que algún verso ascendía entre sus labios a un país de cinabrio, donde no pesaba el sol. Fue puro como un jazmín abuhardillado. Y hoy besan su tumba los que ayer lo abandonaron y despedazaron su alma en los cafés.   

            La muerte hizo un nido en las ramas de sus ojos cruzados por un fulgor fantasmagórico. Era el último fleco de una familia desquiciada. Lo abandonaron la nieve y los erizos, las cornejas que el frío acercó a su corazón tatuado por la epifanía de un invierno que en su afable locura crujía como un violín. Descanse en paz el novísimo más puro, el poeta maldito en el que ardía la santidad.

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