Cuando murió Francisco Franco, yo tenía 35 años. Eso sólo quiere decir que ahora uno es un viejo hecho y derecho (afortunadamente).
Aun así, no comparto la general rechifla que ha acompañado a la frase de Albert Rivera de que "la regeneración democrática debe ser encabezada por los nacidos en la democracia". ¿Por quién, si no? Por los que llevan 40 años aferrados a la cosa pública mientras ésta va pudriéndose día a día?
Cuando murió Franco, sucedió lo mismo: llegó al poder una nueva generación de menos de 40 años, cuyo único bagaje era la ilusión y la inexperiencia. Con él, modernizó el país, creó la democracia más estable en toda nuestra historia y las clases populares alcanzaron un grado de bienestar como nunca antes lo habían conocido.
El único error fue la ausencia de generaciones intermedias: la Alemania pos hitleriana, en cambio, fue dirigida por Konrad Adenauer entre sus 73 y sus 87 años. Por eso, por la juventud de los dirigentes que hicieron nuestra Transición, éstos se enquistaron lógicamente en el poder político, empresarial, mediático,? cerrando el paso a las generaciones siguientes.
Ahora es el tiempo de éstas.
Eso no quiere decir que éste no sea país para viejos, como reza el título de los hermanos Coen. En las democracias arraigadas ?y la nuestra lo es?, coexisten viejos y jóvenes dirigiendo la gobernación del país. Lo acaba de demostrar en ex presidente italiano Claudio Napolitano, dimitiendo a los 90 años, como en su día lo hizo el congresista norteamericano James S. Thurmond, dejando la cámara en vísperas de cumplir los 100 años.
Por todo eso, ni me siento concernido ni vejado por el necesario y vibrante reclamo a la juventud que hace el líder de Ciudadanos. Eso es lo propio y no el que Alfonso Guerra haya seguido aferrado a su sillón parlamentario 37 años. Esa imagen de apego al cargo, de comodidad o desidia para afrontar alternativas distintas a la política, es la que ha deteriorado la valoración de los políticos por parte de los ciudadanos.
Ya es hora, pues, de que la cosa cambie.