No siempre la mar que contemplamos en las bellas fotografías, o que vivimos, nos remite a la serenidad y a lo bello, a la idea de equilibrio, de plenitud y de infinitud. También la mar nos puede remitir ?como en estos días en el Estrecho? a la realidad más dura. Es la que pone de relieve este poema que os envío y que alude al drama (cuando no tragedia) de la emigración: en el Estrecho de Gibraltar, en la isla de Lampedusa (Italia) o en las fronteras americanas.
Os remito hoy este poema, incluido en mi último libro, porque en él doy mi opinión sobre la que, a mi modesto entender, es la raíz de este problema: la ruptura del emigrante con sus raíces, con su tierra, con sus seres queridos? Quizás los Estados ricos y poderosos debieran llevar allí su ayuda controlada, lo que los emigrantes no tienen: las necesidades más básicas, un desarrollo económico y social en armonía.
Pero Europa calla. La comisaria europea del tema alude a los "derechos" de los emigrantes, pero se olvida del primero de ellos: del derecho a la propia tierra y a la propia vida. La Europa que a veces se preocupa de temas nimios ?del etiquetado de nuestros productos o de nuestros horarios comerciales? no quiere saber nada de la emigración incontrolada y de sus mafias.
Y es que Europa está dejando de ser Europa a pasos agigantados. Me refiero a la Europa de la cultura, del humanismo, de las artes y de la literatura que, tanto ha dado a la civilización universal. La de valores que nos sustentan todavía.
¿Hasta cuándo? Parece que Europa está del lado del "mundialismo" y, dentro de ese afán de uniformidad caótica, de trituración de las culturas y de los pueblos, está la pasividad ante el drama-tragedia de la emigración-negocio, de la emigración que arranca a los seres de sus raíces telúricas, familiares, humanas.
Dicen que la Madre de Todas las Fosas
se encuentra al otro lado del océano,
cerca de una frontera y de un muro metálico,
aunque puede hallarse también en otros sitios,
aquí, en el sur de Europa.
Junto a ella duerme un sueño de esperanza
la desesperación de muchos hombres
y mujeres que huyen
de la ciudad-infierno:
del acoso, el disparo, el hambre y la sed.
A veces éstas llevan, con la bala
que les quitó la vida,
un hijo en su vientre;
o, cruzando el desierto por la noche,
tienen al hijo vivo abrazado
al miedo de sus rostros.
La muerte no es la vida que soñaron.
¡Son ya tantas las quejas, tantas
esas declaraciones que a nada comprometen,
tantas las fotos, tantas las palabras
sobre la integración y las riquezas
del ilusorio paraíso, donde
los cuerpos pueden ser
materia de mercado,
o perder lo más grave
(el alma) habitando una chabola
con su televisor, bajo un cielo gris
plagado de antenas.
Aún no sabemos que la solución
puede hallarse en la raíz del ser,
allí donde el ser acarició la tierra
que daba frutos,
besó la leña que le daba el fuego,
la piedra que fue ara,
y respiró la paz
en la luz.
Por ello, llevad el agua a sus pozos secos,
devolvedle el agua a cada manantial,
que regrese el verdor a sus cultivos
y al monte sus rebaños.
Ofrecedles el pan de su maíz,
el vino de su viña,
la sombra de aquel árbol de su puerta,
su mesa de madera y el descanso
de su cama con sábanas de estrellas.
Dejad que el ser que huye
pueda seguir sembrando en su tierra.
Dejad a esa mujer
(que hasta el nombre ha perdido)
que pueda llevar flores a la tumba
sin flores de su madre
y no que ella duerma para siempre
en el olvido
de la Madre de Todas las Fosas.
(De Canciones para una música silente, 2014)
Antonio Colinas