OPINIóN
Actualizado 14/05/2015
Enrique de Santiago

Cariacontecido se encontraba, mi gordo amigo, cuando me acerqué a preguntar por su vida. Había pasado mucho tiempo sin que él fuese capaz de dar señal de su existencia, pese a los mensajes enviados. Al ver que me acercaba, sin posible salida de urgencia, se echó a mis brazos dando imagen tanto de cariño como de bienestar, si bien en ambos casos la carencia era evidente.            

Después de muchos años en los que el silencio se había convertido en el modo de comunicación y la displicencia a los avatares de la vida, una manera de ser vivida, cuando le ví vinieron a mí grandes recuerdos en los que sentía su cercanía, le mostraba mi amistad, nos contábamos nuestras cuitas y buscábamos solución a nuestros problemas, en su caso luchando, incluso, con la patología arana que padecía, para ahora, consecuencia de las direcciones que le marcaron en su día, las amistades que le aconsejaban, sus males y, no tengo claro que otras circunstancias, preferir olvidar a un determinado grupo de amigos que habíamos estado a su lado justo cuando otros le abandonaron, cuando otros le traicionaron, cuando otros le vilipendiaron.

Ahora, aquello por lo que luchamos, lo que sirvió de laceración en su corazón, lo que le criminalizó, con una mirada desde lo alto, demuestra que ganó en economía, pero se siguió poniendo a la zorra a cuidar el gallinero, se perdió la educación en pos de la perfección, se perdió el corazón en favor de la técnica, se perdieron los valores que pugnaban con la excelencia. 

Algún malintencionado, incluso, considera que se potencia el latrocinio en favor del dinero, de la victoria inconsistente, de la competencia mal entendida y del individualismo cruel en el que anida la envidia y la falta de preparación, que ha llevado a este país al punto de corrupción y destrucción intelectual en el que se encuentra. 

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