OPINIóN
Actualizado 11/05/2015

Lo bueno que tiene vivir en el campo y compartir esta añil soledad con el viento y las retamas, es saber que ya formo parte del silencio y que mi carne es aire, cielo, arcilla. A mitad de la noche, abro la puerta de la casa y salgo a empuñar la luz del universo que tiembla sobre mis ojos como azúcar. No lejos de mí bulle el corazón minúsculo de un autillo tendido en la claridad del huerto. En la distancia, detrás de una chopera lamida por la  humildad del infinito, cabrillean las luces de un pueblo que se duerme sobre la lentitud de una colina.

Camino por el espinazo de la noche y el silencio cruje y se alarga en mi interior como una flexible lámina de plata. La tierra respira a la par de mi conciencia. No hay soledad más hermosa y más profunda que la que se esconde, ahora mismo, en ese avión que cruza el espacio con un parpadeo tímido, derramando en mis ojos su altísima alegría.    

Foto: Hipólito Martín

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