OPINIóN
Actualizado 09/05/2015
Rafael Muñoz

Hay un rumor que busca otras cosas, que intenta hablar de otra manera, que murmura otros lenguajes. Es el sonido de una voz que no quiere participar sino implicarse en lo que vive, en lo que crea, en lo que sabe, en lo que desea. Para esta voz, anónima y plural la cultura no es un instrumento sino una necesidad. Para esta voz, no se trata de instrumentalizar la cultura sino de usarla. La cultura no es un producto o un patrimonio. Es la actividad significativa de una sociedad capaz de pensarse a sí misma. Esto es en lo que sí podemos creer: en la posibilidad de pensarnos con los otros. ¿Cómo darnos esa posibilidad?

Marina Garcés

 

No creo que sea el momento de entrar en disquisiciones sobre si el mapa condiciona al territorio o es todo lo contrario, aunque sí parece tener ciertos visos de certidumbre que cierta cartografía puede marcar o inducir un itinerario.

Comienzo de este modo, porque en el trayecto literario que hoy se inicia en nuestra ciudad con la inauguración de la 35 Feria Municipal del Libro celebramos, junto a la presencia literaria de Teresa de Ávila, la de un nutrido grupo de autoras que tendrán mando en plaza en este ágora salmantina por una razón incuestionable: se lo han venido ganando, desde hace tiempo, palabra a palabra.

En mi caso, por motivos de itinerario personal, me gustaría hacer mención a dos de ellas. Hablo primero de Nuria Amat porque la leí antes; añorada documentalista y bibliotecaria, reencarnada hace ya un tiempo en novelista, de la que quiero recomendarles dos libros, El ladrón de libros, donde muestra su ingobernable pasión libresca y a la que debo no sentirme solo en eso de llevarse las hojas impresas a la nariz y, Todos somos Kafka, un texto que lleva a cabo un brillante juego de interposición lector-autor que nosotros, sus lectores, perseguimos fascinados.

Marta Sanz sería la segunda. Conocida por sus más que recomendables novelas, pero que aquí la traigo por un potentísimo ensayo, al que ella irónicamente quita sangre titulando No tan incendiario, y que resulta ser una miscelánea de textos muy bien trabados, de los que me gustaría destacar los referidos a un nuevo acercamiento a la calificada como literatura realista, comprometida (¿podría ser de otro modo?) desde un ángulo de análisis que, como poco (y creo que ofrece mucho más), espolea los conductos neuronales.

Pero estarán también con nosotros, con todos aquellos que decidan acercarse a las casetas lectoras que abrazan ya la plaza, en un espacio preñado de libros que mostrarán su mudez expectante hasta que decidamos tomarlos entre las manos y nos los echemos a los ojos. Entre ellos, decía, también creo que deben estar a nuestro lado tres autoras de las que tengo necesidad de hablarles.

La primera en nombrar es para mí el ejemplo más claro y patente de que en eso de el decir, y hacerlo con aliento reflexivo y poético, no está sólo en manos de una experiencia que el llamado lugar común afinca a la edad. Noelia Pena, de la que poco debe importarnos la fecha de su nacimiento porque si es joven, se lo debe a que sus palabras son nuevas y limpian nuestra parálisis mental con una fuerza arrolladora: Nuestra realidad habita ya en las palabras. La intervención de un discurso en la realidad consiste precisamente en desplazar las coordenadas del mapa preexistente, imposibilitar las medidas de un sistema de referencia dado. El poder de intervención de un discurso en la realidad comienza en su posibilidad de enunciación.

En su libro El agua que falta, se encontrarán otras piezas que airean el entendimiento, labradas con el cincel de quien sabe trabajar sobre lo que ve y le circunda, y ponen en solfa a tanto intelectual "cierra puertas" en acertado símil de Marina Garcés, miembro, como Pena, de Espai en Blanc, un espacio colectivo de creación de pensamiento crítico, más que recomendable.

Precisamente, esta es la segunda autora que tenía la intención de presentarles. Filósofa de formación y profesora universitaria, tiene en su haber varias publicaciones que agitan lo establecido y biempensante, con el propósito, sin duda, de que su movimiento destile textos como este que les propongo: Desapropiar la cultura es devolver a la idea de creación su verdadera fuerza. Crear no es producir. Es ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos. Crear es exponerse. Crear es abrir los posibles. En este sentido, la creación depende de una confianza en lo común. Esta confianza no pasa necesariamente por prácticas colectivas, a menudo depende de riesgos asumidos en solitario. Pero toda creación apela a un nosotros aún no disponible y a la vez existente.

Pertenece a su último libro Un mundo común, que como enuncia su título se nutre de reflexiones que se plantean desde una perspectiva desgraciadamente poco habitual, y nos acercan a un espacio, en permanente construcción como es cultural, que debe alimentarse de las aportaciones individuales y colectivas.

La tercera mujer de la que me gustaría hablarles es sin duda es la más conocida. Sus novelas, que pasan ya de la docena, vienen estimulándonos las meninges desde hace ya algunas décadas y, de cuando en vez, se asoma con algún artículo o entrevista que expone la desnudez hermenéutica de los lugares comunes o las verdades impuestas.

Lean lo que escribía hace algunos días sobre estos tiempos de papeletas y urnas: La gente, los y las votantes, no somos un terreno neutral. Somos un campo de batalla o un teatro o ambas cosas. En nosotras y nosotros se libran los combates y las representaciones. Hoy parece estar cundiendo una superstición acerca de "la gente". Hoy hay miedo a expresar en público que a veces la gente puede tomar decisiones equivocadas. Y sin embargo, ¿cómo podría ser de otro modo? [?] Anuncios, programas, noticias y objetos que traen consigo exigencias, obligaciones. Todo eso nos construye tanto como el libro que leímos en silencio o la amistad, como  el miedo a perder el trabajo o a no tenerlo. Los contratos hacen conciencia, viajar dentro de un coche construye formas de ver el mundo.

Hablo de Belén Gopegui, autora que ya nos subyugó a muchos, como a nuestra Carmen Martín Gaite, con su primera obra La escala de los mapas, y de quien siempre he buscado con entusiasmo cada nueva entrega, con desiguales encuentros. Les recomiendo su novela El comité de la noche, no por ser la última publicada, sino porque cuenta con los resortes de toda buena historia: despierta y agudiza la inteligencia del lector. Comprueben por sí mismos lo que digo en la afirmación de uno de los jóvenes protagonista, que muchos de nosotros también defendemos: No somos escapistas, nuestras palabras llevan nuestros cuartos o su falta, no nos desprendemos de nuestras raíces sino que somos individuos con metros cuadrados, con tiempos cúbicos, recuerdos y enlaces, acabar con nosotras sería acabar también con lo que habitamos, y no me refiero a la propiedad que o no tenemos o puede caer, me refiero a lo que no termina en nuestro cuerpo.

Cierro con ella; y si en algo les espolea mi cháchara escrita, abran algunas de estas historias que nos proponen estas mujeres de letras; puede que al terminarlas se pregunten al igual que uno de los personajes de su novela: ¿Tú crees que leer nos da aliento, nos aparta de lo previsible?

NOTA La reconocible ilustración que encabeza el texto es obra de El Roto, mientras que la del cartel anunciador es una creación del ilustrador salmantino Tomás Hijo.

Rafael Muñoz

 

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