OPINIóN
Actualizado 09/05/2015
Manuel Lamas

Cuando ha pasado el ecuador de la vida, y los proyectos pierden esa urgencia que imprimen las obligaciones del mundo laboral, las cosas se ven de otra forma. Y, aunque el tiempo parece precipitarse sobre la pendiente, y las hojas del calendario no dejan de caer, todo resulta más tranquilo y podemos dejar algunas cosas para mañana.

En mi caso, acostumbro a pasear con mi tercer ojo muy abierto, así denomino al objetivo de mi cámara. Como notario ambulante, que escruta los rincones más escondidos de la ciudad, obtengo como incentivo, alguna de esas imágenes que duran fracciones de segundo. Un pájaro urbano que peina sus plumas cuando nadie le mira; la burbuja de aire que formó una gota de agua, al caer sobre un charco; o esa paloma que abre sus alas, para recuperar el equilibrio, mientras sus patas abrazan la piedra. Sus cortas vidas las hace únicas. Conseguir estas tomas, es una actividad que me entusiasma. 

Sin embargo, en otras ocasiones, tengo muy claro lo que voy a captar. Sé que el motivo no se moverá de su ubicación original, con lo cual, la panorámica está garantizada. Lo único que necesito es un buen ángulo de toma, luz suficiente, y algunas nubes, rompiendo la uniformidad de  la bóveda que me cubre.

Sea como fuere, existe gran diferencia entre lo que capta el objetivo de una cámara y aquello que percibe el ojo humano. Aunque miramos igual, no vemos lo mismo. La cámara carece de sensibilidad; simplemente reproduce las formas conforme a la disposición en que hayamos situado sus mecanismos. Las personas, además, volcamos el alma en las miradas, para llenar de vida lo que contemplamos. Y no solo eso, descubrimos armonía en lo que vemos, porque la llevamos dispuesta en nuestro interior como papel de regalo, para envolver las formas repletas de matices, tal y como la Madre Naturaleza nos las ofrece.


El olor de los campos en primavera, las caricias del viento sobre nuestra piel, el lenguaje inveterado de la Naturaleza. El mismo al que hacían referencia los abuelos cuando, frente al fuego de la chimenea, nos contaban las historias de su pueblo. Qué hermoso es recordar ese tiempo y comprobar que la Naturaleza nunca alteró su discurso. Todas las conciencias lo entienden; todas las generaciones avalan sus formas ancestrales de comunicación. Ese latir universal nos interpela, pero también nos consagra como hijos legítimos de la Madre Tierra, aun sabiendo que le debemos el tributo de la vida. Pues, todo lo que somos y tenemos, nos ha sido prestado. Esta lección primordial, la llevamos grabada en el alma  con caracteres indelebles. Es importante recordarlo.

Ya de regreso, me encuentro con las sombras. También ellas tienen su propio lenguaje. Notables confidencias me revelan; bellas perspectivas me ofrecen mientras desando los caminos.

La luz rasante de la tarde, otorga a las formas, cuerpos espectrales. Esas figuras imposibles, me descubren mundos fantásticos;  perspectivas inciertas que trasladan mi imaginación a parajes desconocidos. Sus largas proyecciones sobre la tierra, las convierte en duendes que buscan descanso sobre el yermo. Se transforman en actores imaginarios que reclaman el ojo del fotógrafo, para que registre su agonía antes de ser devoradas por la oscuridad.

Cuando llego a casa y analizo las imágenes, siento  enorme decepción, al comprobar que las tomas no reflejan, con fidelidad, lo que mis ojos vieron. Las encuentro apagadas; sin la luz y el brillo que lucían en el medio natural. 

Con toda paciencia, trato de recuperar la armonía que les falta. Vuelco sobre ellas, las sensaciones que aún conservo en la memoria. Entonces sí, las fotografías cobran vida y muestran, con fidelidad,  lo que mis ojos contemplaron.  

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