Este sábado, a las 12,30 horas, los sacerdotes de la diócesis de Salamanca estaremos celebrando, en la Casa de la Iglesia, bajo la presidencia de nuestro obispo, la fiesta del santo patrono del clero español, recientemente proclamado doctor de la Iglesia, el gran sacerdote andaluz del siglo XVI Juan de Ávila. Ya es motivo de suficiente alegría, agradecimiento y compromiso el hecho de celebrar a nuestro santo patrono.
Pero esta vez la fiesta cobra especial relieve para este sacerdote que escribe y para otros nueve compañeros que celebramos las Bodas de Oro con nuestro sacerdocio, y otros dos que celebran las Bodas de Plata. Cincuenta y veinticinco años, respectivamente, de vivencia y servicio sacerdotal, que dan de si para reflexionar, para agradecer y para seguir con ilusión de madurez el trabajo sacerdotal en los años que Dios nos conceda al servicio de las gentes que nos están confiadas.
No son tiempos de mucha permanencia ni fidelidad temporal en ningún aspecto de la vida o de las relaciones sociales. Por eso, nos corresponde dar muchas gracias a Dios porque, cuando han ido quedando por el camino algunos de nuestros compañeros, otros perseveramos en nuestra condición religiosa, en momentos que no son fáciles y en que nos ha tocado vivir toda clase de crisis y problemas.
Cuando éramos ordenados sacerdotes por nuestro entonces recién llegado a Salamanca, el obispo D. Mauro Rubio Repullés, estábamos pendientes de concluir la última etapa del Concilio Vaticano II, que suponía un intento de renovación y puesta al día de la teología, el lenguaje pastoral y las prácticas religiosas de la Iglesia.
Habíamos vivido el pensamiento, las concepciones, las expresiones tradicionales de los tiempos marcados por la teología neoescolástica y por las enseñanzas del Príncipe Pacelli, el Papa Pío XII, siguiendo las huellas de los Pontífices anteriores. El Concilio suponía un intento de renovación y levantaba esperanzas ilusionantes que prometían dar comienzo a una nueva época. Se trataba de subirse al carro de los cambios propios de la nueva sociedad y de los nuevos tiempos. El mismo Concilio constataba la aceleración de los cambios de la sociedad que nos tocaba vivir y ante los que era preciso dar una respuesta.
El Concilio provocó en muchos la ilusión de poder cambiarlo todo, de someterlo a continua crisis y revisión, de adaptarse en todo a los supuestos avances de la historia. Así entró en crisis el pensamiento cristiano, la concepción tradicional de la vida religiosa, el ser y el manifestarse de la misma vida sacerdotal, incluyendo la discusión del libre celibato de los sacerdotes. Por otra parte, se caía el nacional catolicismo y los apoyos sociales del pensamiento y de la práctica religiosa, y se entraba en una nueva etapa de vivencia de una fe religiosa más personalizada, que exigía una madurez humana y una formación capaz de enfrentarse a los nuevos retos, sin los apoyos tradicionales del ambiente social y familiar.
Con la transición política en España, se abrió la veda para criticar a los sacerdotes, o por lo menos pasaron a un segundo plano en la representación social y hasta en la influencia moral, pasando a ser la Iglesia una oferta de pensamiento y de práctica moral más, a lo sumo, en el mercado de las diversas ofertas ideológicas y prácticas de costumbres. Así, hemos tenido que volver a ganarnos los sacerdotes un puesto en la sociedad a fuerza de nuestro trabajo, callado y humilde muchas veces, hasta conseguir un reconocimiento justo por parte, al menos, de aquellos cercanos a los que servíamos.
Y así hemos seguido con innumerables cambios, dudas a veces, e inseguridades de todo tipo, en las que solamente una vida de fe, de oración, de afirmación en nuestras creencias y fidelidad a nuestras prácticas aprendidas y consolidadas, nos ha permitido mantenernos en nuestra condición y valía sacerdotales a lo largo de los cincuenta años de nuestro sacerdocio, que con razón justifica alabar al Señor y celebrar con moderado gozo este momento concreto de nuestra vida personal. Y confiamos poder seguir sirviendo al Seños y a los hombres nuestros hermanos desde nuestra condición de buscadores y testigos de una vida presente digna, y de una esperanza en el futuro temporal y trascendente por el que sigue mereciendo la pena trabajar y luchar, en la confianza de que otros, jóvenes o menos jóvenes, encuentren que ésta es una vida que merece la pena adoptar y en la que es posible encontrar y compartir la felicidad que da sentido a nuestra vida.