A lo largo de mi infancia y parte de mi adolescencia, como todos los chavales de mi generación, por imperativo ilegal de un régimen dictatorial, había contribuido de manera permanente a honrar la memoria de los caídos "por Dios y por España". Pero nunca,
Recuerdo en especial un frío día de San Fernando en el que con pantalón corto, brazo en alto y boina roja en la hombrera, es decir, con el uniforme falangista, estuve de esta guisa durante la celebración de toda una misa ante la lápida de los caídos. ¡La misa más larga de mi vida! Estábamos al comienzo de los sesenta del anterior siglo y yo apenas tendría nueve o diez años. (Antes de seguir adelante es necesario aclarar que ser de aquella Falange se te suponía, no hacía falta mayores requisitos). Y para la hazaña que comento fui elegido, junto a otros tres niños, por un tipo con un galón, cuatro o cinco años mayor que yo, al que un servidor no le debería caer nada bien, ya que si hacer "la estatua" a la intemperie durante una hora, barbilla levantada y sin pestañear era un orgullo, él tenía a un familiar más cercano para cederle mi lugar, no sé por qué tuvo que fijarse en mí. El resto de niños, jefes y demás personal, en aquella mañana tan fría, escuchaban la misa dentro del templo. Aquello ocurría veinte años después de la guerra. Un acto especial para mí, pero en general era un evento más, pues fueron tantos los rezos, ceremonias y demás honores que se dieron los ganadores de la cruzada (¡pobrecitos los muertos!) que terminamos todos como el sepulturero de León Felipe.
Lo anterior me ha venido a la memoria al reflexionar sobre el homenaje tributado por la Asociación Memoria y Justicia a los que cayeron "por un dios pobre y por España", celebrado en el Cementerio de Salamanca el pasado 1 de mayo. Un acto sobrio, respetuoso y sobre todo emotivo, sin ningún alarde de cara al sol y pecho en alto, con la única ostentación de una decena de sillas para quienes, en su edad avanzada, aún realizan un esfuerzo para estar presente cuando les llama la sangre y la justicia. Las palabras, hermosas, fueron traídas, en primer lugar, por un viejo luchador, Luis Calvo Rengel ("todos los homenajes en honor de las víctimas serán pocos"), el escultor José Luis Pinto (que sobre su emblemática y creativa escultura 'Tiro de gracia', entre otras miradas y claves, señaló: "ese cuerpo desnudo se pregunta por qué") y un poeta, Ángel González Quesada (con un hermoso poema generoso en imágenes y metáforas que lo resumimos en "no le daremos una cita al olvido ni a la resignación?").
Fue un homenaje a los desaparecidos por la represión franquista, pero también una invitación a levantar todas las cunetas, las físicas y las de la memoria, para que esos españoles, luchadores de la legalidad, no mueran nunca y a la vez descansen con dignidad. Y si esto fue hermoso, la noticia también estaba en los ojos de los presentes, muchos llenos de lágrimas, ¡que aún quedan lágrimas!, pues la emoción no deja de ser patrimonio de los fuertes, y esto nos hace pensar que, por desgracia, a muchos, aquella guerra entre españoles (hoy sin armas y sin odio) aún no les han dejado que termine.
En estos tiempos, que vivimos en libertad pero amenazados por tantas mordazas, la juventud debe defender la democracia por encima de todos los valores, pues no hay que perder la libertad para darnos cuenta de lo que vale.