OPINIóN
Actualizado 05/05/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Llega un momento en el calendario en que las ciudades y los pueblos periódicamente se alteran. Como una fiebre cada cuatro años que puede producir los efectos más inesperados, eso sí durante unos pocos meses. Cambiar la circulación suele ser una solución manida, además de barata y fácil. Aunque todo esto es relativo y conviene ser matizado.

Esta vez, como es notorio, han tocado las rotondas, solución que suponemos barata -hasta que salte la liebre de las irregularidades-, y fácil, para quien lo sea ?por supuesto para el gobernante, aunque dudo que lo sea en todos los casos para el sufrido conductor -. Así es como donde había una recta más o menos sensata -si bien con los semáforos muy mal coordinados-, pues se han dejado los semáforos? y se ha añadido una rotonda. Donde había un cruce, perfectamente regulado -aunque extraño, porque de una calle con dos carriles por sentido separados por una mediana, se pasaba a una calle sin mediana y con un solo sentido- ? pues también aprovechamos para poner otra rotonda y si se tercia un supuesto monumento. A veces, parece que hay que hacer algo, aunque sea sin ton ni son, actuando como Diógenes en tiempo de guerra?

Recuerdo que hace poco más de veinte años mi costilla tuvo a bien darme permiso para atravesar con cierta calma el campo de la dulce Francia, tanto a la ida como a la venida de un viaje académico a la antigua Augusta Treverorum. En ese viaje que hicimos ambos con nuestro viejo utilitario, cruzando en una doble diagonal irregular por el más famoso de los Hexágonos, el fenómeno geométrico más llamativo fue sin duda el de las rotondas. Moda que todavía no había traspasado los Pirineos, no más que con una prudente timidez, y que en cambio por las carreteras secundarias francesas parecía una plaga mareante.

Como es costumbre, este tipo de cosas se contagian, aunque sea con los correspondientes lustros de incubación, y a la vista está que se nos han pegado, hasta la mismísima desmesura. Tenemos una habilidad innata para imitar cierto tipo de cosas curiosas, mientras que otras más productivas no somos capaces de copiarlas ni con papel de calco. Y así nos va.

Quienes han tenido otras veces la paciencia de leerme saben que procuro emitir opiniones equilibradas. Por ello debo apresurarme a dar cuenta fehaciente de la rotonda que hace unas semanas se inauguró en la esquina de mi calle, en mi pueblo de Mallorca. Calle cuya desembocadura había sido toda la vida un lío, porque juntaba cinco calles casi todas con abundante tráfico. Bendita rotonda que soluciona todas las dudas metafísicas del ser humano precavido y abocado a ese dramático encuentro de caminos. Hay, por tanto, como diría un filósofo escolástico de medio pelo, "rotondas buenas".

Pero un juicio ecuánime no nos permite olvidar toda la ristra de plazas circulares que sin necesidad alguna están amargando nuestra existencia y convirtiendo avenidas de cuatro carriles en calles con la mitad del espacio inutilizado, por la vigencia de la regla discutible de que el que va por la derecha siempre tiene la razón, aunque pretenda volverse por la misma calle por donde ha venido, o dedicarse a dar vueltas sin más para que el estreno de la rotonda sea desde luego más rotundo. A estas ese mismo filósofo tendría razones fundadas para llamarlas "rotondas malas", y en momentos de confusión rotondil, incluso uno mismo dejaría la moderación para mejores ocasiones, y no evitaría que de su casta boca salieran las más censurables invectivas hacia el realcaldable de turno responsable de tales desmanes?

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