El agrio ulular de mi televisión (Accésit del VIII Certamen de Creadores por la Libertad y la Paz contra el terrorismo, de Sevilla)
Una voz se oye en Ramá, lamentos
y llanto amargo. Es Raquel que llora
a sus hijos, que rehúsa consolarse
con su pérdida porque no existen
JEREMÍAS 31, 15
Súbita luz letal, fulguración
de la fría materia de la muerte que avanza
como candente hierro fúnebre sobre los paisajes
vulnerados de mi casa y nos inunda y ciega
con su revelación cuando cae
la noche en los telediarios.
2
Luz letal y súbita que llega
a través del agrio ulular de la televisión
cuando mis hijos y yo habitábamos
ese cielo dulce de los príncipes azules o el paisaje
encantado de Las mil y una Noches
y dicta, estremecida,
su sentencia.
3
Luz letal, heraldo de los ciervos
heridos por la muerte, que llega y nos invade
y nos deslumbra y ciega
y ya nos ha matado a mis hijos y a mí,
ya estamos muertos, ahora
sin sonrisas ni mágicas
alfombras, cuando aún era abril
en las paredes rosa de mi estancia.
4
Porque la muerte, aunque hedor
amarillo traído de tan lejos, engendra
también muertes, en la noche
o al alba, en las cuencas
deshabitadas de nuestros ojos, cuencas
envilecidas por la lepra contagiosa
de este tantán asesino de la televisión.
5
Ya nos ha matado, ay, a mis hijos y a mí
esa luz gris, fulgente, como si dientes
de hiena descuartizando el aire,
sin antes habernos podido despedir
del exangüe caballo elegíaco de El Guernica
(justo detrás, arriba, de la televisión, barata
reproducción de calendario), que escupe
aullidos por los ojos sobre los aullidos
picassianos de la mujer gris, enmudecida,
madre yerma del hijo desnacido entre sus manos.
6
Muertos mis hijos y yo en mitad
del fulgor cainita del telediario
sin antes haber aprendido a morir
de esos brazos en cruz que crucifican,
como si un camposanto de amapolas en sangre,
la ancha, torva geografía de mi cuarto de estar
con Los fusilamientos del tres de mayo.
7
Si nos hubieran anunciado las sirenas
el olor fúnebre, amarillo, de la muerte
que llega en rompeolas tras de los trémulos
bramidos de la televisión descuartizada por los rayos,
hubiéramos aprendido a morir de esos ojos anónimos
gritando, balbuciendo terrores -sólo luz,
pero luz herida; sólo mirar, desorbitado- con que Goya
resucita en mis estancias cada día
la testamentada costumbre de la sangre.
8
Ya estamos muertos por la luz súbita y letal
que nos despierta, como un hierro candente, de la eterna
sonrisa donde habitábamos
a esa hora huérfana, desnuda, del duermevela.
Ya estamos muertos sin haber aprendido a morir
de estos poemas rotos, ángeles quebrados
de cobriza melancolía, sanguinolentos
cuajarones de ira, de César Vallejo -España,
aparta de mí este cáliz- que gritan
con sus blancos pañuelos desgarrados, roncos
de dolor y derrotas, desde una balda
alta, acobardada, de mi estantería.
9
Ya estamos muertos, sí, mis hijos y yo
por el súbito y letal fulgor asesino de la televisión.
Y abiertas nuestras carnes en canal como si
reses, fulminados también, al son
elegíaco de los trombones amoratados del Requiem
de Mozart, nos subimos, de rodillas, al fúnebre
desfile de las víctimas, una por una abrazadas, fundidos
nuestros rostros con sus rostros en luz, heridos, eternamente
esculpidos en el éter de mi cuarto de estar.
Fotografía: La TV, de Hipólito Martín