OPINIóN
Actualizado 03/05/2015
Paco Blanco Prieto

La democracia exige respetar la voluntad popular más allá de las urnas, porque el voto no es una entrega incondicional de la voluntad colectiva a sus representantes.

Pasada la resaca de la elecciones andaluzas y en vísperas de la campaña electoral que se avecina a concejos municipales y parlamentos autonómicos, es momento oportuno de tendernos en la cama turca de la frustración en busca de la democracia perdida, que deambula en paradero desconocido, sin manos, ojos, lengua, oídos ni cerebro, esperando que el pueblo la rescate del destierro y repare sus mutilaciones.

Decir que vivimos en democracia consolidada y real es tan falso como una promesa electoral, según demuestra la intervención del poder financiero en las decisiones políticas. Afirmar la honestidad generalizada en la vida pública es parecido a un espejismo en el desierto social. Sostener la independencia fiscal y judicial es como predicar la pobreza de la iglesia jerárquica. Y declarar las ayudas y generosidad bancaria es un adulterio moral.

La democracia exige respetar la voluntad popular más allá de las urnas, porque el voto no es una entrega incondicional de la voluntad colectiva a unos pocos representantes, sino la expresión de complacencia y acuerdo con el programa de gobierno que se presenta a los ciudadanos, pero nunca una patente de corso para que los elegidos hagan cuanto quieran en nombre de la democracia, como pantalla protectora de sus decisiones.

Un gobierno con papeletas oxidadas, la tradicional oposición en bancarrota, muchos políticos, - no todos -, en almoneda por acción u omisión, la transparencia oculta en nubes legales, la justicia sutilmente intervenida con legalidades formales, los corruptos volando con maletines a paraísos fiscales, la monarquía desmonarquizada por méritos propios y el pueblo temeroso, anestesiado y acorralado, están llevando la democracia a las catacumbas si las urnas  y el sentido común no lo remedian.

Cierto es que un país por muy democrático que sea en sus más puras esencias no erradicará totalmente la corrupción, ni eliminará todas las estafas electorales, ni corregirá absolutamente el dispendio público, ni será transparente hasta las últimas consecuencias, ni evitará todas las mentiras, porque la condición humana es más vieja, persistente y poderosa que el sistema democrático.

Pero llevar la democracia a la vida diaria más allá de las urnas, conseguirá que el número de enviciados, politiqueros, despilfarradores, cínicos, electoreros, depredadores y oportunistas disminuya, porque el nivel de democracia es inversamente proporcional al envilecimiento, la perversión, las trampas y el engaño, es decir, cuanto más espacio tenga la democracia para actuar, menor será la parcela donde podrán moverse los corruptos, defraudadores, tramposos y embusteros.

Recordemos que la democracia, como el amor, no se dice, se hace, con respeto, tolerancia, honradez, competencia, entrega y generosidad. La democracia es una empresa común, un trabajo diario, un proyecto deseable, un esfuerzo solidario y una voluntad colectiva, que si se abandona en manos de pícaros lazarillos estos aprovecharán la ceguera del pueblo para horadar el cántaro y robarle el vino, sin riesgo a recibir un cantarazo que rompa la cara y quiebre los dientes a los perversores, como le sucedió al hijo de Tomé González.

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