Agotado el discurso de la ciencia al no conseguir, a través de la razón, dotar de sentido todas las realidades humanas, hemos que mirar en otra dirección para encontrar alguna idea, respecto a esas preguntas que nos inquietan y para las que no existen respuestas.
El hombre, indefectiblemente, se mueve entre dos realidades: una cercana, constituida por la vida sensible, amparada por las cosas y personas que le rodean. Y, la otra, muy alejada de nosotros; tan distante, que ni siquiera la podemos imaginar. Se trata de nuestra realidad trascendente; la gran desconocida que siempre nos acompaña. Vive latente en nuestra memoria, alimentada por la esperanza de encontrar el sentido de la vida.
Tal limitación es asumida por el hombre como un obstáculo que tiene que salvar. Todos esperamos algo mejor para que, al menos, queden restablecidos los principios de justicia y equidad que reclama nuestra condición racional.
A través de la filosofía y la religión se ha pretendido un acercamiento hacia esa realidad. Cada cultura ha elaborado un cuadro muy diferente de sus creencias. Unos, por medio del razonamiento filosófico, han intentado alcanzar el camino acertado. Otros, a través de la religión, han capitalizado unas verdades que no pueden ser impuestas a los demás. Y, en este mar de influencias y confusión, nada permanece libre de sospechas.
No se trata de abandonar la religión, ni condenar a la filosofía por no conseguir mayores certezas a través de sus razonamientos. Creo que, tanto una como otra, no han obtenido mejores resultados porque se olvidaron de lo esencial: el bien de las personas.
El ser humano se mueve entre estas dos realidades y no podrá hallar su plenitud hasta que descubra la naturaleza de su dimensión desconocida. Pues, aunque su vida transcurre sobre la materia, su proyección final la elimina. Nuestra pobreza respecto al conocimiento de esta última realidad, nos obliga a utilizar exclusivamente la razón. Pero, es posible que existan otras vías de acercamiento hacia ese paraje desconocido.
Evidentemente, el hombre, no encuentra caminos de salida a sus muchos agobios y necesidades. Entretiene su tiempo con ambigüedades, otorgadas por la ciencia y el progreso. La ausencia de certezas, le impide salir del laberinto en que se ha metido. Recorre una o otra vez los trayectos pero, esos caminos, siempre le devuelven al mismo lugar.
Son demasiadas las preguntas formuladas sobre esta materia; demasiadas, asimismo, las respuestas pendientes de obtener. Quizá el Dios autoritario y justiciero, impuesto desde la infancia, no sea el Dios cercano que intuye la conciencia; a quien todo hombre recurre cuando las fuerzas flaquean. Este Dios, conoce mejor nuestras miserias y quizá no vea en ellas otro mal que nuestra falta de conformidad para aceptarlas.
Quizá la resurrección de la materia no sea tal, porque la razón no acepta que, algo corrupto, pueda volver a la vida y, como en una sucesión sin sentido, se inicie un nuevo ciclo de servidumbre y dolor.
Todo lo anterior me obliga a cuestionar las verdades adquiridas en la juventud y, también, las certezas que en la madurez obtuve de la filosofía. Me he visto obligado a retornar de ese mundo complejo en el que vivo, saturado de verdades de hojarasca, a mi pequeño mundo, donde todo es posible. Fuera de el, nada para mi sería realizable.