OPINIóN
Actualizado 01/05/2015
Juan Robles

Todavía llegaban hasta nosotros recientemente, con una solemne celebración litúrgica y social en la Sagrada Familia de Barcelona, los ecos del terrible accidente provocado que estrelló el avión de la compañía germanwings con 150 pasajeros en las montañas de los Alpes.

Sabemos también que el ejército de Nigeria está tratando de encontrar y liberar a las niñas cautivadas por el movimiento yihaidista en Nigeria.

Y, en medio de éstas y otras llamativas tragedias, nos encontramos con la magnitud inmensa del terrible terremoto del Nepal, con noticias apenas de los acontecimientos de la capital, Katmandú.

Ante éstos y otros terribles acontecimientos, muchas veces con multitud de personas inocentes, incluso niños, surge inmediatamente la pregunta: ¿Por qué? Confieso que es una pregunta incómoda y difícil de responder. Y me la encuentro muchas veces, como sacerdote y, sobre todo, como capellán del hospital de los Montalvos, particularmente entre los enfermos o sus familiares, más aún entre los acogidos a los cuidados paliativos. ¿Por qué? ¿Por qué a mí?

Yo suelo decirles que, desde luego, no es un castigo de Dios. Por otro lado, tampoco se trata de encontrar una respuesta que, lógicamente, es imposible. Es fruto de la condición humana, que se inicia ya desde el principio de nuestra existencia sometida a esa limitada realidad.

Desde la fe, San Agustín, el incansable buscador de la verdad, confesaba que no sabía por qué ocurre el dolor y especialmente el sufrimiento de los inocentes. Él se acogía a la respuesta de la acogida del misterio y de la confianza en el Dios amor. Yo no conozco el sentido del dolor, decía, pero comprendo que si Dios entregó a su hijo al más irracional de los sufrimientos del hombre inocente, es que para Él el sufrimiento tiene el mayor de los sentidos, aunque nosotros no lo comprendamos.

Desde luego, nos horroriza y rechazamos con dureza el hecho o la locura del avión estrellado en la altura de las montañas alpinas.

Evidentemente condenamos las prácticas, a veces terriblemente morbosas, de los asesinatos y secuestros de los yihaidistas y otras organizaciones asesinas.

Estos hechos podemos quizá explicarlos, o ponerlos bajo el paraguas de la maldad humana, expresión del fondo de pecado que llevamos por naturaleza en el interior de nuestro corazón.

Más difícil es explicar y acoger las consecuencias de los desastres naturales, e de la evolución de las enfermedades, a veces terribles y hasta insoportables, de la incontrolable enfermedad.

A veces, desde la fe o la aceptación del misterio de la vida humana, no nos queda más que asumir la misteriosa realidad de la vida humana, quizá con actitud de resignación, o incluso, para el que cree,  acogiendo la condición de debilidad con actitud positiva, uniendo nuestros dolores a los dolores redentores del hombre crucificado injustamente, al que confesamos como nuestro salvador y redentor.

Comprendo que son soluciones duras y difíciles de aceptar. Si a alguno nos sirve este tipo de reflexiones para aminorar nuestros sufrimientos, bienvenidas sean. Si alguien encuentra otra solución que no sea la mera resignación, o hasta la rebelión que puede llegar a actitudes suicidas, que lo diga. Agradeceremos sus felices hallazgos.

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