OPINIóN
Actualizado 30/04/2015
Aran Blanche

Para todos aquellos que crecieron en el más misterioso de los lugares, la naturaleza.

Nací en las tierras del norte junto a mi hermana, la primavera, con el olor de las flores incipientes y la caricia de la primera brisa cálida tras un invierno gélido.

Eso ocurrió un veinte de marzo de mil novecientos ochenta y nueve, cuando el fulgor de la mañana iluminó mi rostro mientras me abría paso en este mundo.

Una tenue luz blanca tiñe el recuerdo de aquellos primeros años, cargados de la felicidad más absoluta.

Poco a poco, fui desarrollando la más preciada de las virtudes, la imaginación, que se convirtió en mi fiel amiga desde entonces. Juntas construimos un mundo aparte, un lugar mágico donde todo tenía cabida, lleno de colores, de animales y de seres extraordinarios.

Recuerdo la casa de la montaña en la que pasaba los veranos, donde me perdía libremente por sus alrededores. Allí, junto a mi amiga, nos recreábamos en ese mundo fantástico que gracias al entorno lograba cobrar vida con una facilidad apabullante.

Pasaba las noches en el balcón, asomada a la oscuridad, disfrutando y conociendo la infinidad de sonidos que aquella masa negra me ofrecía, y descubrí que cada etapa del día tiene sus propios habitantes. Algunos, enigmáticos como el que más, solo me deleitaban con su presencia a aquellas horas intempestivas en las que, para verlos, debía esperar a que mis abuelos se durmieran y arriesgarme a ser descubierta, lo que le daba a la experiencia un extra de emoción.

La naturaleza fue mi otra gran amiga desde entonces, mi mentora, mi refugio, el templo al que a día de hoy, siempre vuelvo cuando la realidad me supera y busco entonces aquel mundo extraordinario que dejé escondido en su interior.

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