Era solo el tiempo, el tiempo irreparable que corría deprisa. Qué gran espectáculo ver a este hombre solo, en esta garganta salvaje, luchando contra la edad. Así relataba Dino Buzzati, en una de sus magistrales crónicas para El Corriere Della Sera, la llegada de Gino Bartali, durante el Giro de 1949, a las estribaciones del Izoard, cinco minutos más tarde de que lo hubiera hecho Fausto Coppi. Así narraba el novelista la caída de un héroe que, aferrado a su bicicleta, se resistía a aceptar los estragos, tan inevitables como dolorosos, del paso del tiempo.
Si, echando mano del símil, jugamos a intercambiar la bicicleta por una raqueta y esa cumbre inhóspita del Izoard por la arcilla rojiza de Roland Garros, podemos ver a Rafael Nadal deambulando por esa misma garganta sabedor, quizá, de que, por primera vez en una década, llega peor preparado que sus rivales para la ascensión. Son Bartali y Nadal el haz y el envés de una misma hoja asida con fuerza a la savia que circula por las ramas amenazando con agotarse. Son Bartali y Nadal practicantes del mismo tesón estoico que el italiano aprendiera trabajando en el campo y el español a través de las enseñanzas de su tío.
Lo cierto es que suenan campanas premonitorias y se divisan, en el horizonte de Manacor, jinetes cabalgando negras figuras equinas. Sin embargo, a pesar de todo, Rafa quiere seguir intentándolo. Su DNI dice que pronto, el 3 de junio, cumplirá 29 años, una edad a la que, como el sentido común confirma, aún se puede ser competitivo. De hecho, Nadal, semifinalista en Montecarlo, lo es, sí, pero a unos niveles que a un ganador de catorce torneos del Grand Slam no satisfacen. De poco le servía a Bartali saberse segundo tras Coppi, muy por delante del tercero, un hoy anónimo Alfredo Martini, cuando entre pedalada y pedalada hacia la cima de ese monte que la Tierra le robó a la Luna, calculaba en pasos la distancia que le separaba de su gran rival. Y ese Coppi de entonces, majestuoso e inalcanzable para Bartali, es hoy, para el tenista español, Novak Djokovic. El serbio, solo un año menor, atraviesa el mejor momento de una carrera ya de por sí excelsa y su ritmo de bola, endiablado, es inasumible para el actual Nadal, aun cuando su gran aliada, la tierra, amortigüe con mimo su furia.
Pese a todo, la España de principios de milenio no ha de olvidar que le debe a Nadal fidelidad eterna. Durante esta década de éxitos, el niño que era bautizado el domingo 5 de junio de 2005, coincidiendo con la primera victoria del tenista en Roland Garros, ha tenido tiempo para recibir la primera comunión y no volver más a la iglesia. También quien les escribe se ha hecho, en estos diez años, mucho más viejo y algo ?sea solo por azar? más sabio. Por eso, porque Rafael Nadal es historia viva de nuestro país y, más aún, un compañero inseparable de muchas de nuestras vidas cotidianas, debemos mantener el juramento que un día concebimos en secreto y nunca, jamás, aunque sea tentador enterrar al ídolo con la aberrante blasfemia del "ya te lo decía yo", anticipar su final.
Porque la llama de Nadal, la de su tenis bello por heterodoxo y la de su lucha, siempre innegociable, se apagará cuando él quiera. Solo él, ahora que se encamina por una nueva garganta bajo la amenazante sombra del Izoard, puede determinar cuál será la última pedalada y si se ha cansado, definitivamente, de perseguir a Coppi. Mientras tanto, disfrutemos de su agonía. Puede que alguno de los estertores suene a marcha triunfal.