OPINIóN
Actualizado 28/04/2015
José Javier Muñoz

      Cuando Telecinco puso en antena la primera edición de "El gran hermano", remití a la dirección de esa cadena la siguiente carta:

       Estimados señores:

     Como estudioso de la influencia de la televisión en la sociedad, y consciente del notable éxito de audiencia de su programa "El gran hermano", me atrevo a hacer una propuesta que, sin alterar el desarrollo ni la estructura del programa, puede deparar cierto beneficio social.

    Son muchos los adolescentes que siguen "El gran hermano" y que, aunque sea en pequeña medida, se identifican con algunos de los personajes implicados y pueden llegar a emularlos. En las generaciones más jóvenes se está perdiendo el hábito de la lectura, lo que redunda en un debilitamiento de su cultura general, su habilidad expresiva y su capacidad de reflexión.

   No es una simple apreciación académica; lo hemos constatado en nuestras investigaciones en la Universidad Pontificia y plasmado en una obra publicada en 1996 "La televisión y los niños".

      Se ha llegado a decir que "lo que no sale en televisión no existe" y se da la circunstancia de que el libro es para la televisión un elemento exótico, relegado a las peores franjas horarias en espacios minoritarios poco asequibles para el gran público..

    Considero que ésta es una excelente ocasión para que los libros figuren como un elemento más de la vida cotidiana en la casa del programa, bien permitiendo que dispongan de ellos para ocupar parte de su dilatado tiempo de ocio o bien como motivo para alguna nueva prueba: escenificación de la situación o los personaje de algún relato o novela; comentario o debate entre ellos sobre argumentos o pasajes...

     Confío en que tendrán en cuenta estas apreciaciones y, en cualquier caso, agradezco de antemano su atención.

     No creo que me hicieran caso. De hecho, ni siquiera me enviaron acuse de recibo y en el programa sólo apareció un par de semanas después una absurda prueba relacionada con el Quijote. Yo era profesor entonces en la Universidad Pontificia y en las conclusiones de la investigación que dirigí sobre la influencia de la tv entre los menores (aplicable hoy a las restantes pantallas digitales y virtuales, las redes sociales de internet, los telejuegos y las videoconsolas) propuse que para fomentar la lectura nos aliáramos con el enemigo. Es decir, propagar imágenes de líderes y prescriptores populares (futbolistas y otros deportistas famosos, cantantes, actores...) identificándolos o vinculándolos con la lectura. No habría que llegar a la apología. Bastaría con que de vez en cuando manifestaran afición a los libros, comentaran que están leyendo tal o cual cosa o, simplemente, que apareciesen en los medios, y especialmente en televisión, con un libro en las manos.

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