OPINIóN
Actualizado 22/04/2015
Andrés Barés

En el capítulo XXXIII de la primera parte del Quijote, Cervantes narra la escena del curioso impertinente. Es el episodio de dos amigos entrañables, Anselmo y Lotario. En un abuso de confianza, el primero pide a su amigo que ponga a prueba la fidelidad de su esposa Camila.

 

Lotario, en un principio se resiste a complacerle, comparando a la mujer a un finísimo diamante, y le pregunta: ¿Sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante, y ponerle un yunque y un martillo, y allí a pura fuerza de golpes y brazos probar si es tan duro y tan fino como dicen?? Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es finísimo diamante, así en tu estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre? Continuando con sus argumentaciones: "Has de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no tocarlas". Lo mismo pasa con la honradez.

 

Simular que se vive en la dignidad y la honradez mientras se prescinde de ella es deslealtad e hipocresía. Tampoco es digna de elogio la actitud del que siendo digno y honrado se presenta como si no lo fuera, ya que da muy mal ejemplo. Pero lo peor es el caso del que carece de dignidad y honra y alardea de tenerlas.

 

En todas las épocas se ha dado la pérdida de la dignidad y la honradez. En nuestros días el desenfreno permisivo conduce a quitarle importancia, y en consecuencia a que se dé el fenómeno. Con la propagación de la costumbre y las estadísticas parece que la indignidad, en todos los aspectos de la vida humana, económica, política y social, sea buena, y que la dignidad sea una falta de naturalidad.

 

Últimamente estamos asistiendo a innumerables ejemplos que nos dan que pensar sobre si vamos por el buen camino. Se permiten actitudes a muchos personajes políticos, o no, que en cualquier país estarían penadas, que no son más que el reflejo de los delincuentes, personas de moral distraída, vagos, personas de dudoso pelaje o forajidos, que pueblan nuestras cadenas de televisión en mil y un programas y demás medios, a los que se les da un valor o brillo que por comparación no hace más que degradar el nivel de honradez y dignidad de la mayoría de las personas laboriosas de nuestra sociedad.

 

Los delincuentes o forajidos, los traidores, y demás, tienen ahora y han tenido desde antiguo la habilidad de arroparse con pretextos varios tendentes a producir impunidad por sus fechorías o actitudes. Si los sentimientos más profundamente humanos no deben perderse, lo que no podemos hacer es caer en la candidez de elevar a categoría de personas normales, sensibles o solidarias a los que no dudan en atacar a la sociedad, a su país, a sus instituciones, a una persona de bien, en definitiva a España. Ser honrado y parecerlo son actitudes necesarias a la vez. Es un principio que no puede cambiar: desde tiempos antiguos o de Cervantes sigue valiendo igual, porque es inherente a la dignidad de la persona. No pongamos en el yunque a quién o a lo que más debemos amar y defender para no quedarnos sin nada.

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