OPINIóN
Actualizado 05/04/2015
Raúl Vacas

Me gusta la Semana Santa íntima, sin grandes sociedades anónimas ni cofradías. La cuaresma arraigada en la tradición más sencilla. La pascua familiar de los pueblos, llena de ritos y costumbres, con el único monumento a la vista que el que portan, con la cara descubierta y una Fe de hierro, jóvenes y mayores.

Decía Machado que su infancia eran recuerdos de un patio de Sevilla. Yo, tomo prestado su verso, para decir que mi infancia son recuerdos del pueblo de Matilla.

Allí fui monaguillo. Allí, los Viernes Santos ?durante los oficios? prendía el incensario en la sacristía y lo echaba a volar hasta arrancarle todo el humo.

Luego, ya ante el altar, derramaba aquella misteriosa niebla sobre la imagen de Cristo y sobre sus discípulos y la iglesia se impregnaba de un aroma de siglos, que ahora se vende en barritas en las herboristerías.

No hay calle ni callejón que no recorriera con aquella extraña metralleta de madera que disparaba respeto a discreción y que anunciaba la hora santa y los oficios de tinieblas. Las campanas ya no volvían a sonar hasta el domingo de resurrección, de modo que los monaguillos echábamos a cara o cruz quién tocaba la carraca más grande y con más lengüetas durante esos días: Con la carraca encendida que anuncia a quienes rezamos que con frecuencia pecamos en esta y en la otra vida, así pasé yo las pascuas -ahora apenas unas ascuas- hace más de veinte años en Matilla de los Caños. Hoy guardo los calendarios en agendas y en breviarios por miedo a los cumpleaños.

Y recuerdo la procesión que abrazaba los límites del pueblo y que llamaban "la carrera". Un recorrido, con salida y meta en la Iglesia, en el que se pujaba por llevar la cruz. Todo el pueblo se sumaba a la carrera, salvo los ateos o los impedidos que, detrás de las cortinas o tras la puerta entreabierta de sus casas, vigilaban el paso de aquellos atletas sin dorsales.

Aquella semana santa, con minúsculas, nunca ha salido en las revistas ni en los calendarios de la otra Semana Santa, con mayúsculas. Su imagen y su recuerdo están en nuestras retinas, en nuestra memoria y en nuestras despensas: El laurel de la cocina, huele a domingo de ramos, si en la olla lo guisamos con aceite y sal marina. Y no hay suegra ni vecina que no se chupe los dedos con que persignan sus credos. Con laurel y con romero, y un poquito de salero, guiso la fe con los miedos.

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