OPINIóN
Actualizado 31/03/2015
Joaquín Araújo

Rózanse y mana vida. Besa la nube la dura cumbre y se escapa agua. Acaricia el tibio sol la hierba y ésta respinga con un escalofrío de calor que le hace crecer un palmo. Vibran las siringes de las aves y ya la nueva pollada clama en el nido. Lame el arroyo sus orillas y cascadas de flores penden a los ápices del soto. Todo abril es un abrazo suave que despierta lluvias, amores, apetitos, regeneración, conciertos y futuros. Pero no como los nuestros de eternos apetitos insaciables.

El porvenir de lo natural es lento, conforme, adecuado a la capacidad y a los límites. En esto, casi diametralmente opuesto a nuestro ya descarado sobrepasarlo todo. Lástima recordarlo ahora que todo quiere a todo en los espacios lim­pios, abiertos y libres.

Hay un tinte que es la ausencia de tintes, indeleble y casi imperceptible: la transparencia. Lo más extraviado en nuestro mundo está impregnando la Naturaleza abrileña. Todo está recién lavado, por las lluvias siempre fieles al arranque de la primera primavera. Y es que los paisajes, cuando los limpia una precipitación, tienen sensores más cerca de su dermis, y las caricias de nuestras miradas les provocan un leve tiritar que nosotros traducimos con ese término tan injusto y parcial de "bonito". Real como la vida misma es que, si tus sentidos des­piertan y trabajan todos al mismo tiempo, lo que miras recobra su sentido, o mejor lo adquiere quién sabe si por primera vez.

Y éstas son apreciaciones posibles en abril, mes telón alzado para que veamos la representación más veces repetida sin que todavía uno solo de los actores, ni uno solo de los especta­dores se haya cansado. Y eso ocurre porque el planeta vivo consume ahora una de sus más prodigiosas alquimias físicas y psicológicas. Todo se hace desde la posición química de la juventud.

Sea cual sea la edad de los habitantes de la primavera, se sienten, nos sentimos jóvenes. Y como casi todo está renovándose, las plantas, los animales, los veneros y hasta la agudeza de nuestras miradas, comprendemos que abrirse en abril es una de las mejores actitudes.

Decíamos del mes pasado que lo morado, lo malva y lo violeta acaparaba los aires bajos. Este mes tiene una clara tendencia al amarillo, al menos en los espacios más repre­sentativos de una península que tiene la suerte de ser muchos mundos al mismo tiempo.

Del gualdear de la vegetación son responsables algunas leguminosas silvestres como retamas, carquesias y varios de nuestros viejos amigos, los árboles de la familia de los Quercus, es decir, encinas, quejigos y alcornoques. Cada inflorescencia masculina de estos últimos es como un racimo de oro, como el más elegante pendiente en la oreja más hermosa.

La competencia a tanto amarillo llega de la mano del blanco: hay una monumental erección de flores de este color en los extremos de gamones o asfódelos, cicutas de manantial, espinos y majuelos; también de ciertos árboles domesticados como el membrillo, el guindo de las montañas y algunos tréboles. Linos, peonías y malvas complican la gama cromática. A tan vastos, bellos y además gratuitos supermercados acude en masa y en desorden la interminable nación de los libadores, polinívoros, nectarívoros, petalóvoros... Decenas de insectos veremos a menudo en cada mata.

Tumultuosas razzias que mil zumbidos diferentes anuncian, si bien mirado es otra caricia con que la vida de lo verde obsequia a la vida animal.

Tan incansables como inclasificables son las variedades de abejas, avispas, abejorros, mariposas, moscas, mos­quitos, escarabajos, que transitan la floración abrileña.

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