OPINIóN
Actualizado 29/03/2015
Asprodes

Los versos amigos continuarán despidiendo a Miguel Hernández del sol y de los trigos.

Se cumplieron ayer setenta y tres años de la muerte de Miguel Hernández en aquella madrugada negra alicantina, que dejó muda la celda donde falleció el más grande poeta cabrero universal, asesinado sin culpa de homicidio, antes de pedir enlagrimadamente a sus hermanos, camaradas y amigos, que le despidieran del sol y de los trigos.

Con el desprecio de la brutalidad con que se arroja la vida de otros a la basura, Miguel murió entre vómitos de sangre expulsada de sus pulmones rotos por una detestable tuberculosis carcelaria, alentada por la barbarie de una guerra incivil, contra quien solo llevó versos en su cartuchera.

Los escasos treinta y un años de vida pastoril perturbada por la agitación urbana de la prisa y la fortaleza de su rebeldía después de muerto, impidieron cerrarle los ojos ante el prematuro aislamiento exigido para un apestado contagioso, antes de quemar sus ropas y dispersar los versos frente al Mediterráneo, enlutecido por la tragedia.

Con un esparadrapo en el alma fue excomulgado de la vida, condenado, arrastrado, golpeado, torturado y humillado, en celda húmeda y fría donde compartió con Josefina y Manuel Miguel la leche escarchada en amorosa cebolla redentora, hasta que le estallaron los bronquios por falta de libertad y excesivo oxígeno envenenado de represión.

Fue así, como a cincuenta kilómetros de Orihuela, en su pueblo y el de Ramón Sijé, se nos murió como del rayo, Miguel Hernández, a quien tanto seguimos recordando, leyendo y amando, haciendo de su elegía al amigo, una  costumbre en nuestras vidas.

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