OPINIóN
Actualizado 24/03/2015
José Javier Muñoz

        Hay que reconocer que estamos teniendo otro mal siglo. Los símbolos, estilos y formas de vida que han ido desapareciendo a velocidad de vértigo porque hundían sus raíces en el entramado sociopolítico del diecinueve no son sustituidos por valores consistentes sino por modas y mitos artificiales teledirigidos por mercaderes y tiranuelos.

      Larra es un modelo de articulista porque entendía que la justificación social del periodismo radica en la vigilancia de los abusos de los poderosos y de quienes aspiran al poder. Hoy persisten los vicios que denunció hace dos siglos de manera magistral (como la pereza, la envidia y la corrupción) y se ha convertido en epidémica la negligencia. Como la calidad intelectual no caduca, nos vendrían muy bien unos cuantos Larras: periodistas con espíritu crítico, originales y sólidos que reflejasen el actual estado de cosas con criterio e independencia.

        Mariano José de Larra, de origen vizcaíno, nació en Madrid el 24 de marzo de 1809 y murió el 13 de febrero de 1837. Según la versión comúnmente aceptada (que yo pongo en duda) se quitó la vida de un pistoletazo por un despecho amoroso.

     De su obra periodística y literaria quedan como lo más valioso sus artículos costumbristas, no en el sentido de mero antropologismo, ni mucho menos del pintoresquismo que padecían la mayoría de sus contemporáneos, sino de genuina crítica social.

      Los periodistas que hemos pateado la calle acudiendo a los lugares de la noticia, indagando en palacios y cavernas, conociendo las fuentes sin intermediarios y hablando con personas de toda condición, nos vemos abocados ineludiblemente al escepticismo. Carmen de Burgos, la primera mujer que ejerció de corresponsal de guerra para un periódico español, lo dijo de manera diáfana: "El periodismo lleva en sí esta triste predestinación de perder la fe en muchas cosas".

       Larra tuvo notable éxito público. Poco antes de su muerte llegó a firmar el contrato más sustancioso alcanzado hasta entonces en España por un redactor de prensa. Cuando denunciaba, censuraba, protestaba o caricaturizaba, lo hacía sin perder de vista un principio que demasiados colegas desprecian: la amenidad. Lamentó la excesiva politización de la prensa y repudió el periodismo de salón y biblioteca, lo que hoy llamaríamos de corta y pega.

       Transcurridos más de doscientos años, hay periodistas que todavía no se han enterado de que la política está para favorecer las condiciones de vida dignas, no para propalar dogmas decimonónicos. Y escritores que olvidan que la literatura ?por encima de cualquier consideración ideológica? debe ser entretenida y didáctica. Y no se debe olvidar que las noticias importantes son aquellas que alguien pretende que no se publiquen. Las demás son publicidad o propaganda.

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