OPINIóN
Actualizado 18/03/2015
Carlos Aganzo

En el camino al pueblo cada día me topo con una parcela donde hay maíz sembrado que a estas alturas todavía no han recogido. Sé que no es la única y también que es algo recurrente año tras año. Inevitablemente, no puedo dejar de recordar lo que leí en Guatemala referido a que para los mayas el maíz es tan sagrado que no debe desperdiciarse ningún grano. Por eso, los ancianos dicen que el maíz se pone triste y llora cuando no se come. Así, cuando los ancianos ven un grano tirado lo toman y le dan un soplo de su aliento para re-energizarlo. La importancia del maíz para esta cultura queda bien explícita desde el imprescindible libro sagrado del Popol Vuh a la excelente novela Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias.

El asunto no es banal y toca aspectos tanto de la cultura como de la política alimenticia. De la relación entre los individuos y la madre tierra como de cuestiones vinculadas con la soberanía que los países tienen o dejan de tener en la producción de alimentos para satisfacer sus necesidades o para hacer negocio. En el terreno de la cultura, los valores han viajado entre países y su simbolismo ha tenido un significado muy diverso. En cuanto a los alimentos, su sometimiento a la lógica de las leyes del mercado les ha llevado a padecer acciones de guerra o de bloqueo entre países, acaparamiento, especulación y moda.

Pero la dialéctica del maíz es una guía atractiva para contraponer una visión de la vida que honra el valor de lo minúsculo frente a otra dominada por el dispendio. Una concepción de la existencia que valora el sentido profundo de lo que nos rodea en contraste con aquella que desprecia el entorno y junto a ello el pasado que lo ha ido conformando poco a poco. Inmersos en el dominio del mercado neoliberal, como prácticamente única forma de reglar las relaciones económicas, el consumo desbocado impone el imperio de su ley y desprecia lo nimio, el significado de un gesto sencillo. La sociedad consumista deshace los vínculos tradicionales establecidos entre las personas y entre estas y las cosas para imponen nuevas formas que no reparan en el derroche constituido en una de sus esencias que le dan sentido. Es la institucionalización del despilfarro que se yergue ufana frente a los ancianos de la tribu.

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