OPINIóN
Actualizado 17/03/2015
Joaquín Araújo

La suavidad creciente de las temperaturas arranca a la osa de su letargo. Si ha habido suerte, tal vez lo haga con dos esbardos que mamaron en el silencio y la oscuridad de la cueva hasta multiplicar su peso por cien. A tomar los primeros baños de sol también salen, en la mitad sur, los lagartos ocelados. La liebre ya amamanta a sus dos lebratos. Mientras, alisos y sauces ya se han vestido casi por completo de su nuevo follaje; los robles, castaños, hayas y álamos están todavía desnudos.

Nacen los cárabos y los buhos chicos, que son alimentados con los ratones, topillos y patillas campesinas de las dos primeras oleadas reproductoras de los pequeños roedores.

Estas últimas se convierten algunos años en auténticas plagas que permiten unas altísimas tasas de reproducción de casi todos los predadores de pequeño y mediano tamaño. Hasta las cigüeñas y las garzas las capturan. Sigue incrementándose la constelación de colores: ya tienen flor los ruscos, y la hierba centella, una de nuestras más comunes y bellas anémonas. Florece incluso ese parásito de las jaras, el Cytinus hypocistis, que remeda la bandera española a ras de tierra casi entre las raíces de su huésped.

Como si otra yema floral fuera, brota la cuerna de los venados envuelta en terciopelo, mientras que a las ciervas se les nota la avanzada gestación. Igual que a las hembras de los zorros, comadrejas, tejones y martas.

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