OPINIóN
Actualizado 12/03/2015
José Luis Sánchez

Ayer cayó mucha agua. Por la tarde seguía cayendo agua; inmisericorde, terca, salvaje y luminosa agua. Mientras escribía en el ordenador un cartelito para el cristal del escaparate rebotaba el agua azotando la pátina transparente. Cuando imprimí la nota la sujeté con celo en la puerta de la tienda, desconecté el pequeño calefactor, me puse la chamarra, apagué las luces y me fui. Arreciaba la lluvia. No tenía paraguas y, hasta llegar al coche, me fui mojando lentamente, casi con ceremonia. Me confortaba la lluvia. Mi pelo se fue quedando lacio, sin el orden que instaura el peine. Pareció salir corriendo de la cárcel de las púas. Y el agua fue haciendo senderitos por mi frente, atravesó mis ojos y las lágrimas añadieron afluentes al caudal que traspasó mi grueso polo, la camiseta...el líquido elemento buscó el natural oráculo del ombligo e inundó el gran cuarto de estar - uno de tantos- que tengo en el corazón.

 Mientras enterraban a mi tío Juan permanecí allí de pie una hora. Ya tenía paraguas y también agua, más y más agua. El agua había aumentado porque yo seguía llorando y así se sumaban las dos aguas. Bueno, realmente no fue así. No lloré para fuera pero es que es tan hermosa el agua que yo siempre he querido ennoviarme con ella y cuando aparece coincidiendo con una pena grande pues es cuando más bonito se hace el romance. Estuve un rato pisando el barro del cementerio, allí, quieto como un palo. Y como seguía lloviendo tanto, cuando, por fin, le colocaron la losa encima le dije: "ahí estarás seco y calentito, feliz Navidad Tío Juan".
 

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