Hacía tiempo que no me pasaba. Esa sensación de que todo el mundo te habla de algo que ni te suena como si tuvieras la obligación de saber de qué se trata. Como si todo el mundo supiera o supiese lo que es la "zona de confort". Y claro, a mí, al principio, me sonaba a poder ver un partido del Atleti en el salón de casa sin que mis hijas impusieran a Ben y Holly. O poder hacer un plan de fin de semana con mi mujer sin tener que pensar en dónde, con quién, cómo y hasta cuándo dejamos a las crías sin tener cargo de conciencia. Incluso relacionaba el tan traído y llevado concepto con el que me bombardeaba mi entorno pensando en esas siestas de verano con el ciclismo en la tele, la baba en el cojín del sofá y una mano desmadejada y dormida sobre el parquet del cuarto de estar. Pero no. Nada que ver. O casi.
Resulta que el asunto este de "la zona de confort" es un término psicológico para hablar de un estado de "ansiedad neutral". O sea, que la gente está tan agustico, asina que renuncia a tomar cualquier decisión que conlleve un mínimo riesgo. Aún a riesgo de perder la oportunidad de su vida. Algo así como el equivalente al "virgencita, virgencita, que me quede como estoy", al "más vale pájaro en mano que ciento volando" y al preferir "lo malo conocido a lo bueno por conocer".
La primera de las más de doscientas veintitrés veces que lo he escuchado esta semana ha sido por wasá. Mi hermano Félix, que anda con gripe por Manila (no la cafetería, sino la capital de Filipinas) respondía a mis mensajes invitándole a renunciar a su aventura asiática tal que así: "El otro día me encontré con un belga con una camiseta que decía: la vida empieza cuando sales de tu zona de confort". Tal cual. Un belga. En una camiseta. Pues vale.
Después mis redes sociales se llenaron ?cual conspiración contra mi abulia sobre conforts y zonas varias- de frases similares, comentarios sobre el mismo asunto y un huevazo de invitaciones a abandonar el sitio este del no tener que arriesgar y quedarse bien como uno está. Y claro, al final uno no tiene más remedio que pararse un ratito y ponerse a pensar (que es de las pocas cosas gratuitas que nos van quedando a los de las crisis).
Y yo, que no soy muy dado a escurrir el bulbo raquídeo ni a multiplicar las sinapsis neuronales de mi materia gris, me quedé medio alelado. Enmimismado. Absorto y absorbido por mis pingües pensamientos que olían a nuevo. ¡Coño! Pensé para mis adentros al tiempo que miraba a ambos lados cual espectador de Roland Garrós para cerciorarme de que mis hijas no me habían escuchado. ¡Coño!, decía que pensaba. O sea que era esto. Asentí para mis adentros al tiempo que una sonrisa estúpida corroboraba que, en efecto, no tenía ni idea de cómo se llamaba algo que venía haciendo toda la vida.