OPINIóN
Actualizado 14/02/2015
Eusebio Gómez

                Un hombre fue apresado en la plaza del pueblo por robar oro. Al ser preguntado por el oficial por qué robó el oro en presencia de tanta gente, respondió: "No vi a nadie. No vi más que oro".       

               Somos hijos e hijas de Dios y, por tanto, estamos llamados a vivir como hijos libres de toda atadura y esclavitud, a limpiar nuestros ojos para poder ver la bondad, la verdad y vivir en el camino del bien. En la Biblia nos encontramos repetidamente con la llamada a la conversión que hace el Señor a todo ser humano. El "convertíos" aparece como un "ritornello" en los profetas. El Evangelio se abre con una llamada urgente a la conversión. Jesús exigirá al que quiera seguirlo un cambio radical de mente y corazón.

            Todos sentimos dentro de nuestro ser la llamada constante a ser mejores. Pero nos cuesta mucho cambiar la mente y el corazón, situar el Evangelio en el centro de nuestra  vida.

            Le ocurría también a los santos. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, tuvo la suerte de haber nacido en una familia muy cristiana. Desde niña le enseñaron a orientar la vida hacia Dios. El camino de la verdad le quedó ya impreso en la niñez. Y aunque Dios seguía siendo lo más importante para ella, comenzó a descubrir, en su "alocamiento juvenil", la división entre los intereses de Dios y del mundo. Se movía entre dos fuerzas misteriosas y opuestas. Por una parte, sentía la llamada de Dios y quería estar con Él, y, por otra, el mundo la atraía con sus encantos. Teresa estaba presa, esclava, cautiva. Deseaba volar a las alturas y algo se lo impedía. Suspiraba por el cielo y veía cómo la tierra le atraía y arrastraba. Como Pablo, "no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere". Buscaba remedio, hacía diligencias... Deseaba vivir "que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte" (V 8,13). Cansada de tanta lucha y aunque deseaba descansar, no podía, porque estaba enredada en las mismas costumbres. Como Pablo, como Agustín, buscaba paz, verdad y vida... Mientras, Dios andaba "mirando y remirando" por dónde podía atraerla hacía Él, a su encuentro, para cambiar el corazón de Teresa.

            La Santa de Ávila tuvo cinco conversiones, según los especialistas. La primera fue la conversión a la gracia, el paso del pecado a la amistad con Dios (V 2,8). La segunda fue la conversión a la vida religiosa, ella que "se sentía enemiguísima de ser monja" (V 3,6). La tercera tuvo como meta la oración: conversión a la vida de oración; decidió no abandonar nunca la vida de oración.(V 7,17). La cuarta se produce en un encuentro con la imagen de un Cristo, donde la Santa lee el misterio de Dios hecho llagas y amor por nosotros (V 9,1). La quinta, la total y definitiva, se consumó cuando Cristo en persona le prometió que ya no gustaría de la conversión de los hombres, sino de los ángeles (V 24,7).

            Nosotros, como Teresa, también tenemos ansia de libertad, verdad, vida... pues nos sentimos sedientos, cansados, esclavizados... Como tierra reseca, agostada y sin agua, así está nuestro corazón.

            ¿Qué nos puede ayudar para convertirnos? Hay muchos medios. Como a santa Teresa, nos puede servir la lectura espiritual, la oración, las buenas compañías... Lo importante y decisivo es tener los ojos limpios para "ver con el corazón" a Dios y a los hermanos. La Cuaresma, para los creyentes, es un tiempo de gracia, propicio para poner los ojos en Dios y en los hermanos.

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