OPINIóN
Actualizado 14/02/2015
Ángel González Quesada

Con los estereotipados lamentos a que la cofradía nos tiene acostumbrados, la Federación de Gremios de Editores de España, a la vista del descenso de sus beneficios económicos, proponen nuevos planes de fomento de la lectura, programas de acercamiento a los libros, ideas para detener lo que llaman 'el gran fracaso de la democracia' que, según ellos, significan las ridículas cifras que informan del número de lectores en nuestro país. Nada que objetar habría a los llamamientos en pro de la elevación del nivel cultural de la población, a los intentos de recuperar, potenciar y animar el hábito de la lectura desde los primeros niveles educativos y que en cualquier edad, situación o circunstancia, la lectura fuese una costumbre enraizada en los comportamientos cotidianos y hasta el modo de ser de la población.

Pero no parece ésta la principal intención en la queja de los editores. El primordial lamento que destaca explícitamente en el amargo gemido de los editores, se basa en el descenso de las cifras de venta, en la falta de apoyo económico de la administración pública a la industria y en los elevados impuestos establecidos a la compra de libros. Las propuestas de tipo cultural que adornan el S.O.S. editorial ("el libro vinculado a la educación y el progreso humano", "la lectura como una forma de crecimiento moral de la sociedad"...) y, a modo de guarnición, se presentan en el menú de las reivindicaciones editoriales, no son sino el manido argumento utilizado durante décadas para seguir llenando las mesas de novedades de basura en tapa dura con carísimo precio, de superventas de groseros montones en incuestionables primeras ediciones de lujo, de politiquerías oportunistas en forma de memorias, consejas o panfletos, de reediciones de clásicos al precio de novedades de anteayer, colecciones insustanciales repetidas una y mil veces, metros de lomo imitación de piel, contenidos anticuados, traducciones de vergüenza, textos técnicos o especializados completamente superados y sin revisión, divulgación coja, vano infantilismo y un etcétera que cubre, tapa y asfixia los pocos notables libros editados (y, sobre todo, no editados) en este país.

La animación a la lectura, los programas de impulso cultural basados en los libros y la educación que incluye la lectura como elemento primordial del desarrollo mental y social de la persona y la elevación del nivel cultural de la sociedad en que se imbrica, así como el apoyo que ha de prestar la industria editorial a la educación y a la formación, a la investigación y al desarrollo, va mucho más allá (en realidad, va por otro lado) de la visión radicalmente comercial e industrial del gremio editorial que, aunque la incluya, no puede basarse en la sola consideración económica de su rentabilidad. En lugar de adaptar sus cuentas de beneficios a la concreta realidad de cada época, los editores pretenden conservar intactas sus plusvalías sin esfuerzo alguno. Y aunque es cierto que, como en otros aspectos de la actividad artística (cine, artes plásticas, teatro...) la literatura en general, la escritura y los contenidos que se publican en libro dependen en gran medida de la capacidad de difusión de la industria que los acoge, no lo es menos que esta misma industria debería también ejercer cierta labor selectiva, que no censora, y vigilar seriamente, si luego quiere usarlo como slogan, el valor cultural de lo que publica y pensar dos veces si merece la pena la mezcolanza de sus tal vez legítimos deseos de rentabilidad económica con los altisonantes mensajes de dolida sensibilidad herida por la escasez cultural del españolito.

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