OPINIóN
Actualizado 07/02/2015
José Luis Cobreros

Terminaba de sonar el despertador, eran las seis de la mañana. Como cada día, Pablo salta de la cama con la desagradable sensación de no haber descansado lo suficiente. Le espera un día de frenética actividad.

Pablo, es un joven abogado, despierto y activo, a quien le espera un futuro prometedor. Trabaja como responsable del departamento jurídico en una empresa multinacional. Pero hay un problema: fue educado en el seno de una familia tradicional y no consigue armonizar los imperativos de su vida laboral con los valores que le fueron inculcados a través de la educación.

En pocos años de actividad profesional aprendió a valorar el tiempo, quizá porque siempre le faltaba. Su rendimiento era enorme; su destreza en manejar  situaciones conflictivas le hacían insustituible en determinados momentos. Aún así, no estaba conforme. Sabía, sin el menor atisbo de duda, cuando el tiempo se gana y cuando se pierde sin posibilidad de recuperación.

Un día en que las cosas no habían salido según lo previsto, la idea de cambiar de trabajo se hizo nítida en su mente. Le costaría mucho tomar aquella decisión, pero ganaría con ello.

Comprendió que, el cerebro de las personas, no puede validar tantos registros en tan corto espacio de tiempo sin pagar un alto precio. La reprogramación a la que diariamente estaba sometido, le esclavizaba. Cada día tenia que salvar enormes distancias, circunstancia que le ocasionaba un estrés permanente. Quizá por eso, hoy dudaba de su brillante profesión.

Aprovechando unas vacaciones en las que se cuidó de no adquirir otros compromisos, dejó sobre la mesa su trayectoria profesional. La estudió detenidamente y sentó las bases de lo que sería su vida a partir de aquel momento. Poco a poco, fue analizando su cartografía personal y extrajo algunas ideas que trataría de poner en práctica.

Anotó en un papel todas sus necesidades, separando con meticulosa paciencia aquellos elementos de los que no podía prescindir. Lo menos importante, lo fue analizando con suficiente rigor e hizo una comparación entre el coste que suponían y el beneficio que aportaban.   

Pronto quedó sorprendido al comprobar que podía eliminar gran numero de cosas sin trauma de ningún tipo. Pues, algunas se habían convertido en un lastre costoso de sostener. Además, frenaban su crecimiento en otros aspectos.

Advirtió, en ese momento, que su identidad se había fragmentado; se había convertido en un cúmulo de expectativas absurdas que, únicamente, fortalecían su cuenta bancaria.

Decididamente, Pablo sujetó con firmeza el timón de su vida y no tardó en efectuar el cambio que necesitaba. Busco otro trabajo menos brillante, pero más acorde con su concepto de la vida. Bajó muchos peldaños en su posición social, pero ganó la tranquilidad de la  vida sencilla, lugar del que no debió apartarse.

Ahora comprende que, una posición social elevada, la riqueza, incluso  la fama, demandan mucho esfuerzo. A veces exigen un aprecio tan elevado, que resulta penoso sostenerlas. No es fácil advertir el daño cuando el éxito está de nuestra parte. Aún así, nunca se sale ileso de la gloria del mundo, ni del los aplausos de las multitudes.

Pablo decidió lo mejor porque quería vivir. Y, aunque los puestos importantes han de ser ocupados por los mejores, al menos, hay que situar en la balanza los esfuerzos que están obligados a realizar aquellos que persiguen la gloria, sin advertir que, muchos, pierden la vida en el intento.

 

 

 

 

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