Besar sus manos para traer su Reino

Este fin de semana, durante la tarde del sábado y la mañana del domingo, un Rey recibe en audiencia. Lo hará donde siempre espera, manifestado en el Pan de la Vida, a quienes quieran "tratar de amistad" con Él, como lo expresaría nuestra Santa Teresa cinco veces centenaria. En su trono cotidiano de la custodia, donde la sencillez del fruto de la tierra es coronada de Gloria y adelanto de eternidad, y también bajo la apariencia de un pobre condenado que es revestido con los atributos regios a modo de burla y escarnio. Una corona sobre sus sienes, que en vez de piedras preciosas se compone de espinas que desgarran su piel. Un manto de púrpura que apenas oculta su sangrante desnudez. Una caña por todo cetro y poderío, una pobre caña que brota de sus manos atadas, como bendiciendo con ella, como acariciando y perdonando a quienes le atosigan e insultan, porque no saben lo que hacen.

"He aquí el hombre", presenta el gobernador al juzgado y condenado a medias entre la cobardía y la envidia, entre el juez injusto y el jurado ciego. "Mi reino no es de este mundo", apuntó Aquel iluminado. "El que es de la verdad, escucha mi voz", añadió enigmático. "¿Y qué es la verdad?", sigue hoy resonando la pregunta en tiempos y espacios donde todo es relativo. Jesús calla. Dios se vuelve al silencio, conducido en manos del hombre por el sendero de la muerte. Cristo sigue sosteniendo su caña con las manos que abrieron ojos cerrados, destaparon oídos endurecidos y ablandaron corazones de piedra. Jesús de Nazaret sigue siendo el Hombre presentado al pueblo, el Rey clavado en el trono de la Cruz, el Dios al que preguntamos por la verdad y que nos responde tantas veces con elocuentes silencios. Descalzo, herido, callado y absorto, orante y paciente en su acción definitiva, el Cristo de la Caña ofrece sus manos en la Capilla de la Vera Cruz, allí donde siempre espera, donde aguarda ratos y tratos de amistad, besos de fidelidad y de creíble testimonio de la Verdad.