OPINIóN
Actualizado 26/01/2015
Francisco López Celador

El peligro de contemplar, con más frecuencia de la deseada, escenas de salvajes ejecuciones de seres inocentes a manos de crueles verdugos, entraña el riesgo de que cada una de estas barbaridades vaya enterrando a la anterior poco a poco en el olvido y que, con el paso del tiempo, sólo quede vivo su recuerdo en los allegados de las víctimas.

No obstante, la crueldad y el sadismo ya se encargan de espolear nuestra memoria para que compañeros y simpatizantes de los ejecutores dispongan de los medios necesarios para jalear sus conductas, hasta llegar al elogio y la admiración.

Tenemos ejemplos recientes en Francia, Nigeria, Egipto o Siria; en la mente de todos están también las Torres Gemelas o la estación de Atocha. Un día sí y otro también los noticiarios nos hablan de atentados terroristas cometidos por descerebrados idealistas que, en aras de unos irracionales principios religiosos, acaban con la vida de seres inocentes, amenazan con acabar con quienes no piensen como ellos, rechazan las normas de juego democráticas y, de paso, buscan a cualquier precio el acopio de los fondos necesarios para alcanzar sus metas, incluido el chantaje y la extorsión.

Como una epidemia letal, las redes sociales y los medios de comunicación constituyen el vehículo para difundir por todo el mundo los comentarios de un coro nada despreciable de insensatos que, a pesar de pertenecer a etnias, religiones, continentes y culturas que nada tienen en común con el mundo islámico, apoyan a los terroristas, les declaran sus admiración y ?lo que es más grave- algunos hasta se incorporan a sus huestes. Nuestra particular situación en la antesala del continente europeo, unida a una larga etapa de nuestra historia, está confirmando que España sigue siendo u territorio irrenunciable para el fanatismo yihadista. El tiempo transcurrido desde el atentado de la estación de Atocha no nos permite bajar la guardia; porque, hablando de la sinrazón del terrorismo ¿qué nos van a contar a los españoles?

Durante varios decenios hemos padecido el azote de ETA, una manada de asesinos responsable de la muerte de más de ochocientos inocentes. Asesinos que siempre han sido enaltecidos por gentes de su entorno, que nunca se han arrepentido de sus crímenes, que exigen privilegios por el hecho de no seguir matando, que, aun así, se niegan a entregar las armas y que, como demuestran las Fuerzas de Seguridad, siguen manteniendo vivo su poder letal, a pesar de alguna frustrada pantomima de insinuar lo contrario.

Por eso, para no olvidarnos de las víctimas, ni del peligro latente que significan todos los fanáticos terrorismos asesinos, debemos calificar de igual forma a quienes vuelan trenes y degüellan en directo a inocentes, o a quienes colocan bombas en supermercados y asesinan con tiros en la nuca. Y, cuando oigamos cantos de sirena dedicados a asesinos, pensad que, por fortuna, somos más los que estamos del lado de las víctimas, aunque tampoco está de más que se nos oiga.

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