Calle blanca de ríos de leche despeñados en busca de cloacas. Los lecheros de mi barrio se tenían repartidas las calles para no hacerse la competencia, como los santos y mártires el calendario gregoriano o la Cosa Nostra Nueva York. A media mañana amanecían en unos carros de dos ruedas con lanza, bastidor y un toldillo rígido sobre varales pintado con escenas bucólicas de prados verdes y las siete vacas gordas del faraón. Antes habían celebrado un desayuno de negocios en la fuente del Cántaro con el objetivo de ampliar la producción para satisfacer la creciente demanda del mercado y unificar precios y calidades. Cuando los vigilantes gorriones empezaban el reparto ponían el ojo de Polifemo en el cuartillo y el otro lo movían como un periscopio tratando de descubrir a la autoridad técnica. La vida sobresaltada y azarosa del top-manta de los cueceleches se debía a que eran cristianos viejos y veían como una necesidad religiosa bautizar la leche. Para evitar que los inspectores del Ayuntamiento descubrieran que ya no era mora preferían tirarla por los sumideros.
Calle torera las tardes de corrida en el albero de la Glorieta, con desbarajuste de hombres en las esquinas engarzando las volutas de sus puros con lances de adorno, pases de pecho, chicuelinas, saltos de rana y ensoñaciones de valentía. Cumplido el compromiso de casta y muerte, deshacían sus pasos mucho más silenciosos, algunos como huidos, otros desesperanzados, dejando hueco a las cuadrillas multicolores que se hacinaban en los "cadillac" y en los "chevrolet" ("¡Déme el más grande que /haiga/!"), con los costurones de las bacas de forja colmatadas de maletones con vírgenes y escapularios, rebujos de capotes ensangrentados y ovillos de muletas trufadas de sables. Casi todos llevaban cuencos de hierro soldados a la carrocería delante del espejo retrovisor para colocar los botijos y enfriar el agua con la velocidad.