Desde el siglo XIV hasta finales del siglo XIX la forma más común de grabar y reproducir música fue el denominado cilindro de púas, este sencillo mecanismo se fue perfeccionando hasta llegar al siglo XVIII, cuando se desarrollan las cajas de música. Su funcionamiento es bastante rudimentario, consistiendo en un cilindro con diferentes púas que, al girar, actúan sobre elementos productores del sonido que entran en vibración.
De aquí pasamos al fonoautógrafo, inventado por Édouard-Léon Scott, que recogía las ondas en una membrana. Más adelante, en 1877, Edison inventó el fonógrafo, que transformaba las ondas sonoras en vibraciones mecánicas dejando un surco en un cilindro, el cual, al invertir el proceso podía reproducir lo que se había grabado. El mismo año, Charles Cros patentó el paleófono. (No se sabe hasta qué punto estos dos inventores compartían información).
La evolución continuó con inventos como: el grafófono y el gramófono para llegar, en 1948, al conocido disco de vinilo (tal como lo conocemos hoy), en 1963 al cassette y en 1979 al CD.
Hacer que la música quede registrada en estos soportes ha sido una evolución lenta pero que ha conseguido dejar una calidad sonora realmente buena hasta el momento. Pero detrás de estos inventos están los estudios de grabación, que son los que se encargan de colocar cada sonido en su sitio, de eliminar los ruidos residuales, y de hacer de la escucha de la música una sensación cómoda y placentera, haciendo de los procesos de mezcla y masterización toda una ciencia que no está al alcance de todos. A modo de curiosidad, como prueba final, se suele comprobar el resultado de la grabación en un equipo estándar de coche para ver si la ecualización ha quedado correctamente equilibrada.