OPINIóN
Actualizado 19/01/2015
Alfonso González

Cuando nuestra miseria destilaba una peseta, perra gorda a perra gorda, llevábamos el tesoro entre polvaredas ocres y un griterío jubiloso al convento de las Reverendas Madres Adoratrices, sito en la calle Jazmín, número 13, junto al campo de San Francisco.

Compartía manzana con el palacio de los duques de Alba, de tal manera que la trasera de los Duques se asomaba al huerto de las Reverendas Madres.

Bordeaba toda la propiedad una tapia de piedra de cinco metros de alto para salvaguardar la intimidad del convento... y la de los Grandes de España. Hay que tener en cuenta que a tiro de piedra se encontraba el Barrio Chino, con lo que tanta altura era más que comprensible.

La función del lugar que las Madres Adoratrices regentaban, además de la oración, consistía en ser refugio de almas femeninas descarriadas, a las que sus familias habían recluido en sitio tan recoleto para meditar sobre la fugacidad de la vida terrenal, recapacitar sobre los pecados propios de su sexo, y recauchutar... la gracia, antes de volver al mundo.

Claro que para entretener las manos, y los pensamientos, también fabricaban las Sagradas Formas para las parroquias de Salamanca.

Nosotros, ignorantes de las cosas del querer, y con la peseta apretada en la mano, entrábamos en la frescura empedrada de la calle Jazmín, donde nos recibía el tufo familiar que guardaba celosamente un dosel de olmos.

El hecho se debía a que los varones incluían la manzana en su paseo semanal, y al llegar a la tapia, no se sabe por qué, les entraban unas irresistibles ganas de orinar, débiles arietes, contra los muros, extremo que aprovechaban, entre otros, los centenarios negrillos.

El caso es que toda la calle apestaba a urinario masculino.

Pasábamos la breve verja, siempre abierta, y penetrábamos en la cancela, acristalada con suspiros, y al tirar de la campana oíamos un revuelo de faldas y cuchicheos, hasta que una voz que venía del fondo de la cueva gritaba:

 -¡Viva Jesús Sacramentado!

A lo que nosotros, iniciados conocedores del Sésamo, respondíamos a coro:

-¡Sea por siempre bendito y alabado!

Entonces, entre tintineos de llaves y fragor de cadenas, se abría una puerta rinconera, oscura, y aparecía un ángel setentón y artrítico, del coro de Potestades, que preguntaba:

-¿Qué queréis?

Tímidamente confesábamos:

-Una peseta de recortes.

Cerraba la puerta y, al poco rato, volvía con un cucurucho de obleas, desperdicios de la fabricación sacramental. Le pagábamos y nos retirábamos al paredón de las Úrsulas, que estaba enfrente, donde se procedía al riguroso reparto, mientras uno cualquiera de nosotros pensaba en voz alta:

-¡Anda, que si nos abre una chica mala!

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