OPINIóN
Actualizado 13/01/2015
Luis Márquez

Aquella noticia recorrió los diarios y portadas de todo el mundo durante largo tiempo. La Antártida se iba tiñendo de rojo mientras el denominado Pingüino o Pájaro Bobo, desaparecía del planeta, emergiendo entre sus aguas miles y miles degollados cada día.

A nadie se le escapaba la idea de que los pingüinos eran la única especie en la faz de la tierra capaz de mantener una sola pareja durante toda su vida. Quizás porque no existía un dimorfismo sexual marcado que hacía que entre ellos y ellas no hubiera prácticamente diferencias.  

Amador fue un niño tildado de tranquilo, bien educado en valores y muy querido. Tal vez porque fuera hijo único, sus padres le dedicaron gran parte de sus vidas. Aplicado y bondadoso, al terminar el instituto empezó a salir con Inés, también hija única y tan aplicada o más que él.   

Su noviazgo lo fue al uso. Citas en el parque. Besos en la mejilla. Amores bañados entre el vaho de un coche. Veranos sucediendo a primaveras. Inviernos de otoño invitando a pisar hojas en el parque. Y su boda. Su gran día. Luego el chalet y el perro, Daniel y Héctor. Verles llorar. Verles crecer.

Siempre hizo lo que le dijeron. Cumplió pensando que un día sería feliz y estando seguro de que nunca podría estar con otra persona que no fuera Inés. Pero ese día al abrir las puertas de su mundo estas se cerraron para siempre. Allí se los encontró, tan perdidos y entrelazados entre cópulos y tóculos que no se dieron ni cuenta que los niños se arrastraban por la casa.

 

Y todo siguió como las cosas que no tienen mucho sentido, cuando tiempo después, mientras el juez dictaba sentencia, él sabía que estaba atado de pies y manos. Condenado a seguir siendo un pingüino. En ese preciso instante deseo con todas sus fuerzas acabar con ellos, porque al fin y al cabo, nunca volarían.

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