OPINIóN
Actualizado 12/01/2015
Francisco López Celador

El atentado terrorista de los yihadistas franceses en Paris debe sacudir las conciencias del mundo occidental. No por esperado y repetido puede tomarse a la ligera el avance de un  falso radicalismo religioso, a cargo de una fracción islámica empeñada en someter al resto del mundo, a base de sangre y barbarie. Ya no se puede hablar de cuatro locos que, como quijotes, se lanzan a luchar contra molinos de viento. Estamos hablando de asesinos sin escrúpulos, hábilmente manejados por falsos cabecillas radicales y perfectamente instruidos en campos de entrenamiento donde no faltan medios ni técnicas modernas.


Con frecuencia se apunta como solución del problema volver a implantar la pena de muerte allí donde actúen estos terroristas. Yo pienso que, quienes están dispuestos a inmolarse para causar una masacre, poco miedo le tienen a la muerte. Es más, el llamado Estado Islámico ha resistido impávido el enfrentamiento armado a una agrupación de más de 60 potencias occidentales y? ahí siguen. Resulta evidente que el tratamiento dado a este problema no es el más adecuado. Posiblemente la solución del problema no puede ser inmediata, pero los pasos que se den deben ser definitivos. Para empezar, los efectos de esta verdadera guerra ya afectan a todo el mundo, tal vez porque no se ha tomado en serio hasta ahora.


Los países, como España, con un nada despreciable censo de islamistas, por no querer aparecer ante las demás naciones como transgresores de los derechos humanos, han ido cediendo parte de su soberanía, permitiendo unas costumbres y modos de vida que, en ningún caso, han tenido reciprocidad a la hora de permitir a los occidentales desarrollar los suyos en países islámicos. En algún caso concreto, no sólo se han impedido estos usos sino que se ha perseguido y masacrado a quien no acepta lo que manda el Corán. Así pues, el primer paso está en manos de los responsables políticos del mundo musulmán, que estén de acuerdo con el no empleo de la violencia como medio de reivindicación, y que dediquen todo su empeño a perseguir a esas bandas armadas hasta su completa aniquilación. No puede existir progresismo compatible con la violencia y el crimen.


Como, mientras no se demuestre lo contrario, las guerras se ganan ocupando el campo de batalla, será imprescindible el concurso de todas las potencias empeñadas en acabar con el integrismo criminal. Para ello es preciso abandonar la tibieza y las medias tintas. O se está en contra del terrorismo, o se le tolera. Seguramente nos costará más lágrimas, pero así no podemos continuar. Los minutos de silencio son edificantes, pero no suficientes. Habría que tomar nota de políticos, como los franceses, que aparcan sus diferencias políticas y, unidos ante la opinión pública, procuran no utilizar los cadáveres aún calientes de las víctimas para arañar votos al contrario.

 

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