OPINIóN
Actualizado 12/01/2015
Alfonso González

Colchoneros

Calle mortificada por legiones de colchoneros que el primer cierzo de septiembre arrastraba hasta el barrio. Una mañana cualquiera llegaban desde Macotera o se descolgaban de la Sierra como los maquis y asaltaban el Miñambres con las boinas raídas, las alpargatas de esparto remachadas al tobillo y sus temidos blusones pardos. A la puerta olvidaban las banderas: varios fascios de fresno anudados; y sobre los veladores de hierro, las mantas de las caballerías, los zurrones y algunas chaquetas relavadas de pana. Al momento aparecía a rendirse una vecina y alguno de los sayones, casi siempre el más viejo, en un aparte la confesaba y acordaban la penitencia. Otorgada la absolución iba hasta la barra, apuraba la bebida de un trago, recogía en silencio sus armas, (los compañeros entendían sin decir nada), y seguía sumiso a la mujer hasta su casa. La familia ya había expuesto al convicto en la cancela, y aguardaba desmadejado y roto en un rincón. El mochín al verlo asentía con la cabeza, y dejando con disgusto el morral y las varas en el suelo, se echaba al hombro el ovillo con alivio de la dueña. Cargado con él salía a la calle a buscar la picota; una solana próxima, tranquila y sin testigos. En el rollo descargaba al réprobo y sin perder tiempo extendía sobre la tierra la esterilla o el petate o la manta ovejera y encima colocaba con cariño al reo. Luego se arrodillaba y armado de tijeras descosía las costuras muy despacio, como un ajusticiador suelta el primer botón de la camisa al condenado. Después retiraba de golpe la funda y aparecía en un montón desnudita la lana impregnada de suspiros, caricias y amores, que intentaba camuflarse, inútilmente, entre los cientos de sueños olvidados, lágrimas con sordina y roces... involuntarios. Pobres lágrimas, suspiros, caricias, amores, sueños olvidados e involuntarios roces, nadie les leía sus derechos antes del desahucio, sólo oían impotentes el silbido del látigo y poco a poco eran aventados por el miedo y el verdugo, menos las pesadillas y los fracasos que se agarraban al vergajo como viejos amos y obligaban al sayón a detenerse para arrancar una a una las lapas del zurriago... y al momento proseguían los azotes y los trallazos hasta que el ejecutor entendía, probablemente por el dolor de sus manos, que el culpable había muerto y golpeaba un cadáver. Entonces el colchonero cogía el sudario y la aguja, y lo amortajaba sentado cosiéndole las juntas y zurciéndole las canas. Terminado y listo para otro año, llamaba a la dueña y entre los dos metían al redimido colchón de nuevo en la casa.

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