Los estatutos de los partidos políticos consagran, sin pretenderlo, el poder absoluto de líderes que pervierten los reglamentos en su propio beneficio, convirtiendo su voluntad en ley suprema que rige los designios de la organización que presiden, para la que fueron nombrados o elegidos por sus órganos internos.
Esta identificación de poder y razón excluye toda discusión y alienta la sumisión incondicional de los subordinados a la voluntad de los patriarcas, acallando con defenestraciones las tímidas voces divergentes, entre los aplausos y el griterío de la manada que sigue ciega la voz de su amo.
Este es el riesgo de permitir que los déspotas suban a los altares, porque una vez ocupada la peana sólo tienen cabida las reverencias de los fieles y las genuflexiones de los devotos. Los santos patronos otorgan favores a quienes se les antoja en función del fervor demostrado por los suplicantes en sus oraciones, sus golpes de arrepentimiento sobre el pecho, los propósitos de enmienda por los errores cometidos y las promesas de lealtad hechas por los demandantes favorecidos.
Cuando no todo puede ser controlado por los capataces, se desconciertan e irritan sobremanera, sobre todo si se impone sobre ellos la voluntad individual de las personas independientes, alarmándose los sorprendidos reyezuelos de que los emancipados de servidumbres no sigan el sumiso pensamiento por él ordenado y se alejen del principio físico de la ley de inercia política, porque la lógica personal delata los sofismas y la ética individual rechaza la mentira por muy serio, ceremonial, solemne y teatral que se ponga en la tribuna el pinocho de turno.