OPINIóN
Actualizado 10/01/2015
José Ramón Serrano Piedecasas

El 5 de enero viajé a una remota aldea de la sierra de los Ancares. Fui, fuimos, allí para decir un definitivo adiós, o sea a un entierro, al entierro de una amiga. Cincuenta y cuatro años truncados por un silencioso cáncer, sazonado a lo largo de cuatro años de mejorías ilusorias, intervenciones quirúrgicas, quimioterapias miles. Ella nacida en una humilde y minúscula aldea se abrió paso en la vida con enorme coraje. Dejó a dos hijos ilustrados, ingenieros y en el paro. Con eso último ella no contaba. No contaba con las cajas, las burbujas, los aeropuertos sin aviones, las negras tarjetas, los sobres y los trajes a medida. Solo contaba con ella, con su marido y su sacrificio y no fracasó. Fue una mujer valiente. En esa aldea perdida en la montaña, la pobre e inhóspita iglesia atestada de amigos y familiares venidos de diversos lugares. Los forasteros en suma. Los convecinos, sin embargo, impasibles, impertérritos, a pié firme, fuera de la Iglesia, en el atrio, allí donde siempre se sitúa el pueblo llano, esperando a que el cura acabara con sus rezos. Aguantando estoicos los tres o cuatro grados bajo cero que caían como cuchillos. Al final del último responso ellos se echaron al hombro el ataúd, dejados atrás los ritos,  hasta el minúsculo cementerio colgado en la montaña. Cuesta arriba, dos o tres kilómetros cuesta arriba.  Un homenaje de los que se quedan y seguirán viviendo en sitios tan perdidos, por lo que ella fue capaz de hacer de su vida. Por eso la llevaban en hombros, en silencio, con sus rostros impenetrables. No sólo por eso, la llevaban sobre sus hombros, cuesta arriba, lo hacían porque ella nunca renegó de su pasado, de sus ancestros, de su gente. Al final, al final ella no se dejó embaucar. No se expatrió. No perdió su identidad. No volvió su rostro. Algo quedó de ella reconocible. Por eso, una larga comitiva acompañó sus despojos hasta ese minúsculo cementerio difuminado por la niebla. Y en ese momento, desde lejos, aterido de frío, puse música a esa marcha pausada de las gentes que siguen y saben. Saben que también ellos, sus féretros, serán seguidos desde el atrio, desde las afueras, desde el corazón, desde lo único que importa. Y saben, en fin, que solo serán seguidos, si los yacientes no rompieron en su día con ese hilo conductor que ata una generación a otra y a otra. Y la atadura es, en dos palabras, el reconocimiento, la memoria y no el olvido, despego o la vergüenza de haber nacido pobre, por ejemplo. Por eso puse música a esa invernal comitiva. La puse emocionado en mi cabeza. La puse a pesar de tanta desilusión tardía. Y ella, la música, me llegó de una vieja calle llena de baches......de una strada dissestata. En suma, de la vida misma vino. Es decir, como suele ser ella: una calle simplemente dissestata. Un tango, una acordeón, una voz yiddish, un descampado color sepia y una canción llena de melancolía: "Dus gezang fyn mayn harts". Una definitiva melodía nacida desde el corazón a ella dedicada. 

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