OPINIóN
Actualizado 08/01/2015
Víctor Hernández

De las nueve sinfonías de Beethoven, algunas son muy conocidas por todos, como pueden ser La Novena o la Tercera (La Heroica). Ni que decir tiene que son, las nueve, grandes piezas musicales y obras artísticas de enormes dimensiones, no solo por la delicadeza con la que son presentadas sino por los recursos técnicos que hasta la época ningún otro compositor se había atrevido a explorar a fondo.

Pero de las sinfonías de Beethoven, es la Cuarta, la que pasa más desapercibida, quizá sea porque como dijo Robert Schumann es una obra a la sombra de dos grades sinfonías como son la Heroica y la Quinta. Schumann lo definía como "La grácil criatura griega en medio de dos gigantes germánicos", y es que, a fin de cuentas, debido a la magnificencia de esas otras sinfonías, la Cuarta de Beethoven se ha visto confinada a uno de los últimos puestos y no ha sido de las que más favoritismos ha generado ni entre las orquestas ni entre el público.

No obstante, la escucha detenida de la pieza nos hace ver que es una obra llena de matices y con una estructura fantástica.

 

La introducción es todo un misterio que nos lleva a descubrir cuatro movimientos de dinámicas, colores tímbricos,  motivos y células rítmicas que son muy novedosas para el año en que fue compuesta: 1806.

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