OPINIóN
Actualizado 07/01/2015
Manuel Alcántara

Se dice que hay estaciones para cada etapa de la vida y es verdad. Lo que ocurre es que camuflamos el sentido de las mismas dotando de ambivalencia a las "entrañables" fiestas en las que unos dicen que se deprimen y otros que gozan sin parar. Ocultamos una realidad demasiado evidente adornada por la fantasía del carrusel festivo galante en el que nos movemos. Pero esa realidad es testaruda y aunque queramos otra cosa asimilamos culturalmente al invierno en nuestras latitudes con la senectud. ¿Acaso no utilizamos metáforas que sacamos de la aparente parálisis que invade a la naturaleza hibernada?, ¿no hablamos de que el año, como una de nuestras unidades de medir el tiempo, termina en esta época?

Pero, además, en el trajín de visitas familiares o de reuniones con amigos se evocan las diferentes sagas donde siempre hay un eslabón que rememora la importuna presencia de la vejez. Un estado desvalido, a la intemperie. Los pasos trastabillados del vecino mayor, el tartajeo a veces incoherente del abuelo, la torpeza de unas manos rígidas como sarmientos, la demencia de aquella persona o la invalidez de la otra que le tiene miserablemente arrinconada a una mesa camilla de la que no se levanta, suscitan una evidencia más desconsolada si cabe. La coincidencia con la muerte de un anciano querido, unido al acompañamiento a los deudos al cementerio en una tarde de frío azulado, hace que todo cobre el fatal sentido del absurdo existencial.

El deterioro físico, inevitable brutal antesala del punto final, adquiere en la inclemencia del invierno un significado más obsceno que en ninguna otra época del año. La cara balbuciente del padre de mi amigo aterida por el frío, un ser destemplado que ignora donde está y que te pregunta una y otra vez quién eres. La mirada perdida de la abuela sentada eternamente en el mirador castañeando los dientes a la espera de no sabe qué. El sacrificio de la hija enterrándose en vida para repetir diariamente un gesto de humanidad eterna en el aseo de su madre. Y durante la mayor parte del año miramos para otra parte. Pero pareciera que el rigor de este periodo supusiera una llamada de atención, un recuerdo imprescindible frente a la banalidad del consumo que intenta atontecernos más aún en estas fechas, precisamente para ocultar lo que cada año reivindica obstinado el tenaz invierno.

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