OPINIóN
Actualizado 30/12/2014
Redacción Comarca

 Son las primeras Navidades que el recién llegado pasa en Salamanca, desde su lejana infancia. Villancicos, zambombas, noches frías, nieve, el pavo de nochebuena?numerosas imágenes depositadas en su mente que no pierden un ápice de claridad y viveza, a lo largo de tantos años. Contrastan con lo que sus ojos de adulto ven ahora, por las calles encendidas y multicolores de la ciudad: comercios llenos de luz y productos, ciudadanos comprando a toda hora, la música de siempre, la "ratonera", la poca ilusión ante la Lotería: la población actual sabe demasiado de estadística y desilusiones, para soñar con dinero llegado del cielo y cambios imaginarios de vida.

            El recién llegado contempla otros regalos, en el esplendor de la ciudad monumental iluminada y en la naturaleza que rodea al  gran río Tormes. Esa contemplación es una fiesta diaria para sus sentidos, para su vista y para sus oídos. Torres poderosas elevándose hacia los cielos, rincones de piedra antigua con sus luces y sus sombras, iglesias, conventos, plazas?que cada día y cada noche cambian  su belleza. Unos días el recién llegado contempla los antiguos monumentos salmantinos bajo el sol invernal, bajo un cielo azul intenso, otros días casi ocultos bajo la niebla, mostrando su existencia con pudor,  otras bajo un cielo estrellado o una luna inmensa que preside el cielo de la ciudad. Como una ciudad encantada.

 En los alrededores del Tormes, contempla (con esa cierta ansiedad que siente el observador de algo bello que sabe que durará muy poco) unos atardeceres irrepetibles y una puesta del sol tan única, cada día, que es imposible  comparar con cualquier otra vista antes. El sol se mete tras el Puente Romano, tras las colinas del suroeste de la ciudad y ese momento va acompañado por el festival acrobático y acústico más hermoso que el recién llegado ha contemplado nunca. Cientos o miles de aves, estorninos, chochas, palomas y otras de las que aún no conoce el nombre,  en bandadas que vuelan como coreografías eternas, bajan, suben, se posan en las ramas o reemprenden el vuelo dibujando figuras y convirtiendo sus cantos en coros que le dejan embelesado.

Cuando durante estos atardeceres se cruza con caminantes o deportistas, ve sorprendido que ninguno de ellos se para a mirar el espectáculo, a oír el gratuito concierto de la naturaleza. Quizás lo ven todos los días, desde hace muchos años y para ellos ya no significa ninguna novedad?reflexiona.

Quizás hay que perder lo que se posee, o distanciarse un tiempo, irse lejos, y luego volver, para apreciar los regalos diarios que la naturaleza salmantina ofrece. Y no tocar demasiado la belleza espontánea, como estas semanas están haciendo demasiados jardineros y leñadores mandados por el ayuntamiento para "limpiar", "urbanizar", podar árboles y arbustos que siempre han crecido tocando las aguas del río y albergando a todas las aves que llegan a la ciudad de torres altivas.  

 

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