Un viaje de invierno

Es bueno, en este tiempo del ciclo festivo de los doce días (el de la Navidad), retirarse de la algarada general, bulliciosa, caótica, consumista, marcada por el ruido y la furia, y dedicarse a contemplar esa naturaleza recogida en su matriz, para luego manifestarse con todo su esplendor en la primavera y el verano. Porque, en esa contemplación invernal de la naturaleza, se percibe, mejor que en ningún otro momento, el silencio y el misterio del mundo.

    Nosotros realizamos nuestro peculiar viaje de invierno por el sur salmantino. Es un viaje cíclico, hacia lugares y enclaves conocidos, pero siempre diferentes, iluminados con distinto fulgor y distinta conciencia en cada contemplación. En estos días de heladas intensas, los zarzales, con la hermosa geometría de sus hojas, quedan tatuados por el hielo, acentuando sus líneas con esa escarcha blanca iluminadora.

    Las charcas ?pervivencias de la antigua minería romana del oro? a los pies de la Peña de Francia, en dirección a El Cabaco, recogen en el espejo de sus aguas quietas el dibujo de árboles y arbustos desnudos que se asoman curiosos y atrevidos a contemplar los fondos. La Casa Baja, antigua residencia invernal de los frailes dominicos de la Peña, un monumento que está pidiendo a gritos que se le rescate, expone sus muros, cúpula y claustro al sol invernal, para ofrecerse a los viajeros.

    Los pueblos serranos, con sus caseríos ateridos y acurrucados para proteger a sus moradores, parece que sueñan en un tiempo dormido, y, desde sus tejados, el ángel azul del humo emprende sus vuelos celestes.
    Un viaje de invierno. Una cura de silencio y misterio, tan necesaria hoy para los urbanitas, tan dados al ruido y la furia. La música de Schubert, ensoñadora y mágica, suena en el corazón latiente, y acompaña los pasos del viajero. Un viaje de invierno, que es siempre necesario, para sentir el mundo, para latir al unísono con él y con sus ritmos.

Fotografía: Hipólito Martín