OPINIóN
Actualizado 27/12/2014
Jorge Moreno / El Norte de Castilla

Cuando los ángeles los dejaron y subieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: "Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor". Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

Pero no todos los pastores hallaron aquella noche el establo donde adorar al Mesías esperado. Velaban por turnos el rebaño y uno de ellos, el más joven, Daniel, no se encontraba en la tenada que acogía la duermevela de sus compañeros cuando se les presentó el ángel del Señor. El rebaño estaba revoltoso aquella noche y le tocó ir en busca de unas ovejas que se habían alejado. Como el anuncio del ángel fue tan sobrecogedor, los otros pastores no pudieron menos que correr hacia Belén, olvidando por un momento al ausente Daniel. Ya se lo contarían a la vuelta. Y así hicieron. Pero Daniel se negó a tomar en serio la narración fantástica con que le querían justificar las horas en Belén. ¡Él había batallado con los animales y sus compañeros más veteranos, mientras tanto, abandonando al rebaño y divirtiéndose en Belén! ¿Y además querían hacerle creer que el libertador de Israel había nacido en un establo? ¡Imposible!

Pasaron varios días en que Daniel persistió en su enfado, y se negaba repetidamente a acudir hasta donde, según contaban, permanecía el que llamaban Mesías. Por fin, la insistencia de los otros pastores, que no dejaban de dar gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído, convenció a Daniel, y se encaminó hacia Belén. Llegado a las cercanías del lugar sintió algo que nunca antes había sentido. Era como si estuviera entrando en un palacio al pisar aquella tierra pobre. Como si el olor del ganado fuera perfume de los templos y el vocerío de los muchachos, palabra de los profetas. Pronto supo cuál era el establo en que aquella familia había recibido a su primogénito y tímidamente entró. Apenas dio dos pasos, contempló a una mujer joven, muy joven, más joven que él, sosteniendo contra su pecho a un recién nacido, plácidamente dormido. Daniel cayó de rodillas y acertó a decir: "Señor mío y Dios mío". La joven madre, que se llamaba María, guardó también esto en su corazón.

Una noche de invierno, muchos años después, antes de que partiera hacia Persia para anunciar el Evangelio, María confió esta historia al apóstol Tomás, hijo póstumo de Daniel, quien pasó la Nochebuena apacentando un rebaño disperso y el resto de sus días, que fueron ya escasos, adorando al Señor Jesús, el Mesías que esperaba.

Primera publicación: www.elnombredelosdias.blogspot.com (25 de diciembre de 2007)

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