OPINIóN
Actualizado 18/12/2014
Alejandro López Andrada

Una niña de hierba juega y corre entre las vacas, hunde su alma en las nubes del atardecer. La persigue el silencio de un país desgobernado por la dictadura y la represión. Ella nombra las moras, la luz de los manzanos que el viento sostiene en un olvido azul. Llena su corazón con las frambuesas que su abuela recoge en la humedad del monte y, bajo la nieve, oculta en su mandil.


             Su obra poética acoge esas señales, la voz del abeto, el vuelo de los ánsares, la grama solemne y sutil de una pobreza posada en los labios de la dignidad. La niña un día crece y se hace una mujer pequeña, menuda como una flor de escaramujo. En sus ojos azules danza lento el sol. Se va a la ciudad y escribe contra un régimen que persigue al amor que guarda en sus bolsillos. Sus dedos levantan letras de un abecedario y dispara sin miedo a la inocencia de un faisán. Su literatura es hierba y emoción. 

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