OPINIóN
Actualizado 08/12/2014
Sagrario Rollán

¿Y si tratásemos, al menos  por una vez , de leer la Declaración Universal  de los Derechos Humanos de 1948, en clave de deberes? Tal vez el  resultado de esta lectura atenta, si no nos desanimamos antes de llegar al final, sea un sentimiento de responsabilidad nuevo y fresco. Esta responsabilidad asumida encontraría su eco último en los hontanares del deseo de concordia que, a lo largo de los siglos ha animado tantas empresas humanas, no lo olvidemos, y ha inspirado tantas obras bellas.  Estos sentimientos están muy lejos, sin embargo, del actual impulso de reivindicación , e incluso de frustración, que tal lectura provoca, al menos cuando la Declaración se pone por vez primera en manos de los más jóvenes: ¡Pero si no se cumplen!  ¿Serán acaso meras ficciones morales? como defiende MacYntere.

                  En una carta de M. Ghandi, dirigida a Julián Huxley en el año 1947 -tan sólo un año antes de la DUDDHH-  podemos leer: "Aprendí de mi madre, que aún sin haber estudiado era muy sabia, que todos los derechos dignos de merecerse son aquellos ganados por el cumplimiento del deber...  Podría demostrarse que cualquier otro derecho que no cumpliera con esas condiciones sería en realidad una usurpación por la que casi no valdría la pena luchar"

                   Es cierto que los derechos humanos no se ganan ni se pierden, no se otorgan ni se negocian. Son -idealmente hablando- universales, intrínsecos e inalienables. Emergen  del reconocimiento de la dignidad  personal, pero en eso mismo desvelan  el rostro insoslayable del deber. El ser personal no es en primer lugar un objeto de derechos, o de satisfacción de necesidades. El ser humano  se descubre a sí mismo - a través de sus  familiares- como  sujeto de deseo, deseo del otro, de sí mismo como otro, de completud al fin. Si de meras necesidades se tratase, y de su satisfacción, estaríamos sumergidos en el reino de la  naturaleza, pero podemos hablar de deberes -"reino de los fines", en términos de Kant-, en cuanto el deseo, más allá de la pura necesidad  psico-biológica que constituye la consciencia del ser vivo, expresa su ser abriendo espacios  de alteridad e interpelación del otro a la conciencia, en tanto que conciencia humana o moral.

                  Creo que esta cualidad desiderativa de la conciencia, como conciencia tierna y vulnerable, susceptible por tanto de ser "ultrajada" queda netamente subrayada en el preámbulo de la DUDDHH. Allí  se habla de un deber  fraternal que  convoca el deseo de  la comunidad humana, en un esfuerzo unánime por el  "advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria disfruten de la libertad..." Esta apelación se sitúa  además en un horizonte de  fe en la racionalidad y el progreso, y en la creencia en la libertad, la justicia y la paz.

                   La "concepción común" de estos valores, a la que el citado preámbulo también alude,  necesita de la educación y la enseñanza. Pero para la realización de dicho ideal es urgente  aprender a conjugar el plural:  parece que los voceros del pluralismo más  tratan de reducir diferencias que de acogerlas en el respeto. El "nos- otros" se conjuga reiteradamente con demasiada frecuencia como puesta fuera de juego de los otros: "vos- otros" y "ellos"... Espacios de exclusión, que un día lo  fueron de la mujer o del esclavo, lo son hoy de los que no tiene voz que  enuncie su deseo.

                   Si el deseo -que es constitutivamente alteridad, o deseo de otro, de lo otro de mí-,  se incurva sobre sí mismo, y la conciencia del sujeto -ya sea este individual o colectivo, un individuo o un pueblo- se retrotrae a su propio nido, entonces no podremos esperar vuelos de libertad para la humanidad, sino buceos narcisistas  y ciegos en los  espejos turbios de nuestra propia miseria. 

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